Chile y Cuba: dos modelos
Este 18 de septiembre Chile conmemora el bicentenario de su independencia política. Millones de chilenos dejan estos días sus ciudades o el país para celebrar un desarrollo que los enorgullece y en el cual confían. Notables los últimos tres decenios de ese país de 16 millones de habitantes, ingreso per cápita de 15,000 dólares y economía abierta. Después de la traumática polarización nacional bajo Salvador Allende y la represión bajo Augusto Pinochet –dictadura que asimismo sentó las bases de la exitosa economía actual–, Chile exhibe hoy logros en exportaciones, prosperidad material y cultural, reducción significativa de pobreza y estabilidad, y es visto en la región como un modelo atractivo.
En el bicentenario del país donde nací no puedo olvidar la isla donde pasé años cruciales de mi juventud y extraje lecciones para toda la vida. Desde mediados de los 60 la isla fue un modelo para la izquierda chilena, visión utópica que se instaló en La Moneda en la administración de Allende. Cuán equivocados estábamos quienes veíamos en el socialismo una alternativa lo demuestra el presente: por un lado tenemos un país con democracia sólida, a punto de convertirse en nación desarrollada, y por el otro a uno con economía agónica, que reprime, niega las libertades individuales y exilia a parte de la nación. Los exiliados que arribamos en Cuba en los setenta aprendimos pronto algo traumático: el modesto Chile de entonces, que anhelábamos convertir en socialista, era más democrático, pujante y próspero que el modelo que pretendíamos imitar. De Cuba un chileno no podía extraer lecciones sobre democracia ni economía ni derechos humanos.
¿Lo supo también Allende? Allende, que ganó muchas elecciones en su trayectoria, fue un revolucionario demócrata, y su visión utópica causó la polarización que nos dividió fatalmente. Pero, a diferencia de Castro, que nunca ganó elección en buena lid, creía en las elecciones y en que alcanzaría una mayoría para construir el socialismo. Inquieto por la sombra que le proyectaba esa alternativa, Castro liquida a su amigo mediante dos estocadas: en 1971 viaja a Chile en visita de 10 días y permanece 30, sin que Allende pueda deshacerse de él. Sus maratónicos discursos alarman a los sectores medios y altos de Chile. Luego Castro fortalece su apoyo militar al MIR y sectores radicalizados de la Unidad Popular, creando la oposición de izquierda a Allende. Si la vía de este era posible o no, no importaba. La misma izquierda procastrista que exigía la vía armada, la abortaría.
espués, como en el caso de Frank País, Camilo Cienfuegos o el Che Guevara, Castro se apoderó en beneficio propio de la imagen de Allende, algo que aún intentan corregir los chilenos. Al obsequiarle el fusil con que Allende debía defender su revolución pacífica, le obsequió en rigor el arma con que lo mataría. Bajo Pinochet, Castro continuó interviniendo en Chile: preparó guerrilleros que debían derrotar al ejército chileno y construir el socialismo, y que en democracia devinieron combatientes internacionales, terroristas, delincuentes comunes o desmovilizados. Hoy Castro no le perdona a la izquierda chilena renovada su escaso entusiasmo por La Habana y sus condenas de la violación de derechos humanos en la isla. Para él, son desagradecidos. Tampoco ve con buenos ojos que los chilenos escogiesen este año sin dramas un presidente de centroderecha, solidario con los cubanos demócratas. Chile representa para Castro su peor derrota continental, porque al final el modelo no era el suyo sino el de un país que se le escapó de las manos. Al conmemorar nuestro bicentenario, pienso en Cuba y en la inevitabilidad de que será democrática y próspera nuevamente.
El autor es escritor chileno y académico de la Universidad de Iowa.
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