¿Por qué las izquierdas trabajan tanto?

Es un hecho comprobable que los miembros de la tradición de pensamiento que provienen de las izquierdas dedican mucho tiempo al estudio y a la difusión de sus ideas, sea a través de centros de investigaciones, cátedras universitarias, publicación de libros, ensayos o artículos y, en otro orden de cosas, a la militancia partidaria y no partidaria. Sin embargo, también se observa un contraste muy grande con los esfuerzos muchas veces anémicos por financiar y trabajar en el estudio y la difusión de las ideas en las que se sustenta una sociedad abierta.
Hace tiempo escribí una columna titulada “El síndrome del poeta” donde apuntaba a mostrar que habitualmente en círculos de artistas, escritores de ficción, sacerdotes, escultores, músicos, poetas y equivalentes donde hay una gran sensibilidad y creatividad, sus integrantes tienden a rechazar las propuestas liberales y se inclinan por el socialismo. Si algún liberal se acerca a esos círculos con el propósito de elaborar sobre ideas sociales, la reacción puede resumirse con esta respuesta: “no me va a explicar usted el significado de la ley de la oferta y demanda, el proceso de formación de salarios, el multiplicador bancario, el librecambio, análisis fiscal o el teorema de la regresión monetaria, puesto que nosotros estamos en temas mucho más sublimes y alejados del burdo economicismo”. Sin embargo, cuando se pronuncian en temas sociales, sus aseveraciones resultan alarmantes y terminan perjudicando gravemente a quienes dicen quieren proteger.
Ahora bien, ¿por qué este contraste entre una y otra posición en cuanto al entusiasmo en el trabajo por parte de las izquierdas y tanta desidia entre quienes se dicen partidarios de la sociedad libre? Encuentro la explicación en lo que se denomina la “mística”, esto es, quienes siguen doctrinas envueltas en misterios y cargadas de contemplaciones a situaciones trascendentales y perfectas, muchas veces -a pesar del dictum marxista de que “la religión es el opio de los pueblos”- asimiladas a posturas religiosas afectadas y exuberantes linderas en el fanatismo. Me parece que esa es la clave de nuestra incógnita. Unos más fantasiosos y otros menos, todos los socialistas dibujan sociedades perfectas.
Así lo han hecho Sismondi, Saint-Simon, Owen, Fourier, Proudhon, Rodbertus, Lasalle hasta llegar a Marx (y antes Platón, Campanella, Moro y Harrington). Karl Marx y Engels prometen la abolición de estratos sociales y la división del trabajo, sociedad en la consignan en 1846 que cada cual “pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado y, después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos”. En definitiva Marx promete “a cada uno según su necesidad” en un estado idílico sin sobresaltos ni confrontación alguna donde la escasez carecería de sentido. Esto se fabrica en la visión marxista con el expediente de la construcción del “hombre nuevo” desinteresado y, al mismo tiempo, autorrealizado, alejado de los venenos que impondría el régimen de propiedad privada (escribe con Engels en su manifiesto comunista de 1848 que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada”) y en la primera obra que escribieron en coautoría, en 1845, adhieren al materialismo determinista, lo cual arrasa con la condición humana, idea ya presente en la tesis doctoral de Marx sobre Demócrito presentada en la Universidad de Jena.
En todo caso, esta tarea arrogante de reconstrucción y rediseño del hombre y de la consiguiente ingeniería social siempre ha terminado en el Gulag con el espectáculo bochornoso de seres humanos escuálidos y hambrientos, en medio de la mugre y rodeados de alambrados de púa esperando ejecuciones sumarias, sometidos a todo tipo de ultrajes y vejaciones en el contexto de persecuciones implacables a disidentes, todo concebido y planificado por una cúpula de iluminados, enceguecidos por una soberbia superlativa que viven en la opulencia rodeados de alcahuetes y cortesanos-genuflexos. Y la historieta del “socialismo con rostro humano” constituye una grotesca contradicción en los términos, un imposible que pretende unir dos conceptos mutuamente excluyentes: la libertad y la servidumbre. Esto por más que, paradójicamente y haciendo caso omiso de los indecibles padecimientos a los que sus experimentos conducen una y otra vez, las izquierdas se arrogan el monopolio de los sentimientos de abnegación y magnanimidad, mientras que endosan la mezquindad y la malicia a los espíritus liberales.
De cualquier manera, la sola propuesta de “la felicidad perfecta” que proponen los socialismos hace que muchos incautos se dejen arrastrar por tamaño anzuelo y hacen que trabajen sin cesar para imponer la sociedad socialista. A esto debe agregarse que el cuadro socialista se aprecia en medio de razonamientos sobresimplificados y entrecortados que no hurgan en las consecuencias mediatas de sus políticas.
Pero es indispensable mirar el problema desde otro costado. Las faenas cotidianas en defensa de las autonomías individuales, indispensables por parte de cada persona que desea que se la respete, no pueden menospreciarse ni soslayarse. Probablemente no se trata de una “mística” pero no es menor el sostener que se trata nada más y nada menos que de la supervivencia de la condición humana, por lo que sin duda vale la pena esmerarse en trabajar diariamente. Es de esperar que las reacciones en esta dirección se produzcan en grado suficiente para que las personas con autoestima y sentido de dignidad puedan sobrevivir a los embates de un Leviatán cada vez más contundente y avasallador.
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