El liberalismo entre dos milenios
Mario Vargas Llosa es escritor y ex candidato a la Presidencia de la República del Perú. Este texto fue publicado también en inglés en el libro Global Fortune: The Stumble and Rise of Global Capitalism, editado por Ian Vásquez (Cato Institute, 2000). Aquí puede accesar el ensayo en formato PDF.
No hace mucho tiempo, el Ayuntamiento de un pueblecito malagueño de un millar de habitantes llamado El Borge, convocó a una consulta popular. Los vecinos debían pronunciarse por una de estas alternativas: Humanidad o Neo-Liberalismo. Muchos ciudadanos acudieron a las urnas y el resultado fue fue el siguiente: 515 votos por la Humanidad y cuatro votos por el Liberalismo. Desde entonces, no puedo apartar de mi pensamiento a esos cuatro mosqueteros, que ante la disyuntiva tan dramática no vacilaron en arremeter contra la Humanidad en nombre de ese macabro espantajo, el neoliberalismo. ¿Se trataba de cuatro payasos o de cuatro lúcidos? ¿De una broma "borgeana" o de la única manifestación de sensatez en aquella mojiganga plebiscitaria?
No mucho después, en Chiapas, el último héroe mediático de la frivolidad política occidental, el Comandante Marcos, convocó a un Congreso Internacional contra el Neoliberalismo, al que acudieron numerosas luminarias de Hollywood, algún gaullista tardío como mi amigo Regis Debray, y Danielle Miterrand, la incesante viuda del Presidente Françoise Miterrand, quien dio su bendición al evento.
Estos son episodios pintorescos, pero sería un grave error subestimarlos, como aleteos insignificantes de la idiotez humana. En verdad, ellos son apenas la crispación paroxística y extrema de un vasto moviemiento político e ideológico, sólidamente implantado en sectores de izquierda, de centro y de derecha, unidos en su desconfianza tenaz hacia la libertad como instrumento de solución para los problemas humanos, que han encontrado en este novísimo fantasma edificado por sus miedos y fobias —el "neoliberalismo", llamado también el "pensamiento único" en la jerigonza de sociólogos y politólogos— un chivo expiatorio a quien endosar todas las calamidades presentes y pasadas en la historia universal.
Si sesudos profesores de las Universidades de París, de Harvard o de México se desmelenan demostrando que la libertad de mercado sirve apenas para que los ricos sean más ricos y los pobres sean más pobres, y que la internacionalización y la globalización sólo benefician a las grandes transnacionales permitiéndoles exprimir hasta la asfixia a los países subdesarrollados y devastar a sus anchas la ecología planetaria ¿por qué no se creerían los desinformados ciudadanos de El Borge o de Chiapas que el verdadero enemigo del ser humano, el culpable de toda la maldad el sufrimiento , la pobreza, la explotación, la discriminación, los abusos y crímenes contra los derechos humanos que se abaten en los cinco continentes contra millones de seres humanos, es esa tremebunda entelequia destructora: el neo-liberalismo? No es la primera vez que aquello que Carlos Marx llamaba un "fetiche" —una construcción artificial, pero al servicio de intereses muy concretos— adquiera consciencia y comience a provocar tan grandes perturbaciones en la vida, como el genio imprudentemente catapultado a la existencia por aladino, al frotar la lámpara maravillosa.
Me considero liberal y conozco a muchas personas que lo son y a otras muchísimas más que no lo son. Pero, a lo largo de una trayectoria que comienza a ser larga, no he conocido todavía a un solo neo-liberal. ¿Qué es, como es, qué defiende y qué combate un neo-liberal? A diferencia del marxismo, o de los fascismos, el liberalismo, en verdad no constituye una dogmática, una ideología cerrada y autosuficiente con respuestas prefabricadas para todos los problemas sociales, sino una doctrina que , a partir de una suma relativamente reducida de principios básicos estructurados en torno a la defensa de la libertad política y de la libertad económica —es decir, de la democracia y del mercado libre— admite en su seno gran variedad de tendencias y de matices. Lo que no ha admitido nunca hasta ahora, ni admitirá en el futuro es a esa caricatura fabricada por sus enemigos con el sobrenombre de "neo-liberal". Un "neo" es alguien que es algo sin serlo, alguien que está a la vez dentro y fuera de algo, un híbrido escurridizo, un comodín que se acomoda sin llegar a identificarse nunca con un valor, una idea, un régimen o una doctrina. Decir "neo-liberal" equivale a decir "semi" o "seudo" liberal, es decir, un puro contrasentido. O se está a favor o seudo a favor de la libertad, como no se puede estar "semi embarazada", " semi muerto", o "semi vivo". La fórmula no ha sido inventada para expresar una realidad conceptual, sino para devaluar semánticamente, con el arma corrosiva de la irrisión, la doctrina que simboliza, mejor que ninguna otra, los extraordinarios avances que al aproximarse este fin de milenio, ha hecho la libertad en el largo transcurso de la civilización humana.
Esto es algo que los liberales debemos celebrar con serenidad y alegría, sin truinfalismo y con la conciencia clara de que, aunque lo logrado es notable, lo que aún queda por hacer es todavía más importante. Y, también, de que, como nada es definitivo ni fatídico en la historia humana, los progresos obtenidos en estas últimas décadas por la cultura de la libertad no son irreversibles, y, a menos que sepamos defenderlos, podrían estancarse, y el mundo libre perder terreno, por el empuje de una de las dos nuevas máscaras del colectivsmo autoritario, y el espíritu tribal que han revelado al comunismo como los más aguerridos adversarios de la democracia: el nacionalismo y los integrismos religiosos.
Para un liberal, lo más grande que ha ocurrido en este siglo de las grandes ofensivas totalitarias contra la cultura de la libertad es que tanto el fascismo como el comunismo, que llegaron, cada uno en su momento, a amenazar la supervivencia de la democracia, pertenecen hoy al pasado, a una historia sombría de violencia y crímenes indecibles contra los derechos humanos y la racionalidad. Y nada indica que en un futuro inmediato puedan resucitar de sus cenizas. Desde luego que quedan reminiscencias del fascismo en el mundo, y que, a veces, encarnados en partidos ultranacionalistas y xenófobos, como Le Front National de Le Pen ,en Francia, o el Partido Liberal de Jorg Haider en Austria, atraen peligrosamente un elevado apoyo electoral. Pero, ni estos retoños del fascismo, ni los anacrónicos vestigios del vasto archipiélago marxista, representados hoy por los desfallecientes espectros de Cuba y Corea del Norte, constituyen una alternativa seria, ni siquiera una amenaza considerable, a la opción democrática. Abundan todavía las dictaduras, desde luego, pero, a diferencia de los grandes imperios totalitarios, carecen de aura mesiánica y de pretensiones ecuménicas; buena parte de ellas, como China, tratan ahora de conciliar el monolitismo político del partido único, con economías de mercado y empresa privada. En vastas regiones del África y del Asia, sobre todo en sociedades islámicas, han surgido dictaduras fundamentalistas que, en lo que concierne a la mujer, a la educación, a la información, a los más elementales derechos cívicos y morales, han retrocedido a sus países a un estado de primitivismo bárbaro. Pero, con todo el horror que representan países como Libia, Afganistán y Sudán o Irán, no son desafíos que deba tomar en serio la cultura de la libertad: el anacronismo de la ideología que profesan, condena esos regímenes a quedar cada vez más rezagados en la carrera veloz, en la que los países libres han tomado ya una ventaja decisiva, de la modernidad.
Ahora bien, junto a esa geografía sombría de la persistencia de las dictaduras, en los últimos decenios hay que celebrar, también, un arrollador avance de la cultura de la libertad en vastas zonas de Europa Central y Oriental, en países del Sudeste Asiático y en America Latina, donde, con las excepciones de Cuba, una dictadura explícita, y Perú, una dictadura solapada, en todos los otros países —es la primera vez en la historia que esto ocurre— se hallan en el poder gobiernos civiles , nacidos de elecciones más o menos libres, y, algo todavía más novedoso, todos ellos aplican, —a veces más a regañadientes que con entusiasmo, a menudo más con torpezas que aciertos— políticas de mercado, o, por lo menos, políticas que están más cerca de una economía libre que del populismo intervencionista y estatizante que caracterizó tradicionalmente a los gobiernos del continente. Pero, acaso, lo mas significativo de este cambio en América Latina, no sea de cantidad sino de cualidad. Porque, pese a que todavía es frecuente oir aullando contra el "neo-liberalismo" (como los lobos a la luna) a algunos intelectuales a los que el desplome de la ideología colectivista ha enviado al paro, lo cierto es que, al menos por ahora, de un confín a otro de América Latina, predomina un sólido consenso a favor del sistema democrático, en contra de regímenes dictatoriales y de las utopías colectivistas. Aunque ese consenso sea mas restringido en política económica, todos los gobiernos, aunque les averguence confesarlo y, algunos, como verdaderos tartufos, se permitan lanzar también (para cubrirse las espaldas) andanadas retóricas contra el "neo-liberalismo", no tienen otro remedio que privatizar empresas, liberalizar los precios, abrir mercados, intentar controlar la inflación y procurar insertar sus economías en los mercados internacionales. Porque a costa de reveses, han acabado de entender que, en nuestros días, un país que no sigue esas pautas, se suicida. O, en palabras menos tremebundas: se condena a la pobreza, el atraso y aún la desintegración. Hasta buena parte de la izquierda latinoamericana, de encarnizada enemiga de la libertad económica, ha evolucionado en muchos países hasta hacer suya ahora la sabia confesión de Vaclav Havel: "Aunque mi corazón está a la izquierda, siempre, siempre he sabido que el único sistema que funciona es el mercado. Esta es la única economía natural; la única que realmente tiene sentido, la única que puede llevar a la prosperidad; porque es la única que refleja la naturaleza misma de la vida".
Estos progresos son importantes y dan a las tesis liberales una validación histórica. Pero, de ninguna manera justifican la complacencia, pues una de las más acendradas y (escasas) certezas liberales es que no existe el determinismo histórico, que la historia no está escrita de manera inapelable, que ella es obra de los hombres y que, así como éstos pueden acertar con medidas que la impulsen en el sentido del progreso y la civilización, pueden también equivocarse, y por convicción, abulia o cobardia, consentir que ella se encamine hacia la anarquía, el empobrecimiento, el oscurantismo y la barbarie. De nosotros, es decir, de nuestros votos y de las decisiones de quienes llevemos al poder, dependerá fundamentalmente que los avances logrados para la cultura democrática se consoliden y ella pueda ganar nuevos espacios, o que su dominios se encojan como la piel de zapa de Balzac.
Para los liberales, el combate por el desarrollo de la libertad en la historia, es ante todo, un combate intelectual, una batalla de ideas. Los aliados ganaron la guerra al Eje, sí, pero esa victoria militar no hizo más que confirmar la superioridad de una visión del hombre y de la sociedad ancha, horizontal, pluralista, tolerante y democrática, sobre otra, de mente estrecha, recortada, racista, discriminatoria y vertical. Y la desintegración del imperio soviético ante un Occidente democrático (cruzado de brazos y hasta incluso, recordemos, lleno de complejos de inferioridad por el escaso sex appeal de la pedrestre democracia frente al fuego de artificio de la supuesta sociedad sin clases), demostró la validez de la tesis de un Adam Smith, de un Tocqueville, un Popper o de un Isaiah Berlin, sobre la sociedad abierta y una economía libre contra la fatal arrogancia de ideólogos como Marx, Lenin o Mao Tse Tung, convencidos de haber desentrañado las leyes inflexibles de la historia y de haber interpretado correctamente con sus políticas de dictadura del proletariado y centralismo económico.
La batalla actual es acaso menos ardua, para los liberales, que la que libraron nuestros maestros, cuando la planificación, los estados policiales, el régimen de partido único las economías estatizadas, tenían a un imperio armado hasta los dientes y una campaña publicitaria formidable, en el seno de la democracia, de una quinta columna intelectual seducida por las tesis socialistas. Hoy , la batalla que debemos librar, no es contra grandes pensadores totalitarios como Marx, o inteligentísimos socialdemócratas, tipo John Maynard Keynes, sino contra los estereotipos y caricaturas que, como la múltiple ofensiva lanzada desde distintas trincheras contra el engendro apodado neo-liberalismo, pretenden introducir la duda y la confusión en el campo democrático, o contra los apocalípticos, una nueva especie de pensadores escépticos, que, en vez de oponer a la cultura democrática, como hacían un Lukacs, un Gramsci o un Sartre, una resuelta contradicción, se contentan con negarla, asegurándonos, que, en verdad, no existe, que se trata de un ficción, detrás de la cual anida la sombra ominosa del despotismo.
De la especie, quisiera singularizar un caso emblemático: el de Robert D. Kaplan. En un ensayo provocador*, sostiene que, contrariamente a las optimistas expectativas sobre el futuro de la democracia que la muerte del marxismo en la Europa del Este hizo concebir, la humanidad se encamina, más bien, hacia un mundo dominado por el autoritarismo, desembozado en algumos casos, y, en otros, encubierto por instituciones de apariencia civil y liberal que, de hecho, son meros decorados, pues el poder veredadero está, o estará pronto, en manos de grandes corporaciones internacionales, dueñas de la tecnología y el capital, que , gracias a su ubicuidad y extraterritorialidad, gozan de casi total impunidad para sus acciones.
"Sostengo que la democracia que estamos alentando en muchas sociedades pobres del mundo es una parte integral de la transformación hacia nuevas formas de autoritarismo; que la democracia en Estados Unidos se halla en más peligro que nunca, debido a oscuras fuentes; y que muchos regímenes futuros y el nuestro en especial, pueden parecerse a las oligarquías de las antiguas Atenas y Esparta más que estas al actual gobierno de Washington".
Su análisis es particularmente negativo en lo que concierne a las posibilidades de que la democracia consiga echar raíces en el tercer mundo.
Todos los intentos occidentales de imponer la democracia en países que carecen de tradición democrática, según el, se han saldado en fracasos terribles, a veces muy costosos, como en Camboya, donde los dos mil millones de dólares invertidos por la comunidad internacional no han conseguido hacer avanzar un milímetro la legalidad y la libertad en el antiguo reino de Angkor. El resultado de esos esfuerzos, en casos como Sudán , Argelia, Afganistán, Bosnia, Sierra Leona, Congo-Brazaville, Malí, Rusia, Albania o Haití, ha degenerado caos, guerras civiles, terrorismo, y la reimplantación de feroces tiranías que aplican la limpieza étnica o cometen genocidios con las minorías religiosas.
El señor Kaplan ve con parecido desdén el proceso latinoamericano de democratización, con las excepciones de Chile y de Perú, países donde piensa, el hecho de que el primero pasara por la dictadura explícita de Pinochet, y , el segundo, esté pasando por la dictadura sesgada de Fujimori y las Fuerzas Armadas garantizan a esas naciones una estabilidad que, en cambio, el supuesto Estado de Derecho es incapaz de preservar en Colombia,Venezuela, Argentina o Brasil, donde, a su juicio , a la debilidad de las instituciones civiles, los desmedidos de la corrupción y las astronómicas desigualdades pueden sublevar contra la democracia a "millones de poco instruidos y recién urbanizados habitantes de los barrios marginales, que ven muy poco palpables beneficios en los sistemas occidentales de democracia parlamentaria".
El señor Kaplan no pierde el tiempo en circunloquios. Dice lo que piensa con claridad y lo que piensa sobre la democracia es que ella y el tercer mundo son incompatibles: "la estabilidad social resulta del etablecimiento de una clase media. Y no son las democracias sino los sistemas autoritarios, incluyendo los monárquicos, los que crean las clases medias". Éstas, cuando han alcanzado cierto nivel y cierta confianza, se rebelan contra los dictadores que generaron su prosperidad. Cita los ejemplos de la cuenca del Pacífico en Asia (su mejor exponente es el Singapur de Lee Kuan Yew) el Chile de Pinochet y, aunque no lo menciona, podría haber citado también a la España de Franco. En la actualidad, los regímenes autoritarios que, como aquellos, están creando esas clases medias que un día harán posible la democracia, son, en Asia, la China Polpular del "socialismo de mercado" y, en América Latina, el régimen de Fujimori —una dictadura militar con un fantoche civil como mascarón de proa—, a los que percibe como modelos para el tercermundismo que quiera "forjar prosperidad a partir de la abyecta pobreza". Para el señor Kaplan la elección en el tercer mundo no esta "entre dictadores y demócratas" sino entre "malos dictadores y algunos que son ligeramente mejores". En su opinión, "Rusia está fracasando en parte porque es una democracia y China está teniendo éxito en parte porque no lo es".
Me he detenido en reseñar estas tesis porqur el señor Kaplan tiene el mérito de decir en voz alta lo que otros —muchos otros— piensan pero no se atreven a decir, o lo dicen en sordina. El pesimismo del señor Kaplan respecto al tercer mundo es grande; pero no lo es menos el que le inspira el primer mundo. En efecto, cuando esos países pobres, a los que, según su esquema, las dictaduras eficientes habrán desarrollado y dotado de clases medias, quieran acceder a la democracia tipo occidental, esta será sólo un fantasma. La habrá suplantado un sistema (parecido a los de Atenas y Esparta) en que unas oligarquías —las corporaciones trasnacionales, operando en los cinco continentes— habrán arrebatado a los gobierno el poder de tomar todas las decisiones trascendentes para la sociedad y el individuo, y lo ejercitarán sin dar cuenta a nadie de sus actos, ya que el poder, a las grandes corporaciones, no les viene de un mandato electoral sino de su fuerza económico-tecnológica. Por si alguien no se ha enterado, el señor Kaplan recuerda que de las primeras cien economías del mundo, 51 no son países sino empresas. Y que las 500 compañías más poderosas representan ellas solas el 70 por ciento del comercio mundial.
Estas tesis son un buen punto de partida para contrastarlas con la visión liberal del estado de cosas en el mundo, ya que, de ser ciertas, con el fin del milenio estaría también dando sus últimas boqueadas esa creación humana, la libertad, que, aunque ha causado abundantes trastornos, ha sido la fuente de los avances más extraordinarios en los campos de la ciencia, los derechos humanos, el progreso técnico y la lucha contra el despotismo y la explotación.
La más peregrina de las tesis del señor Kaplan es, desde luego, la de que sólo las dictaduras crean a las clases medias y dan estabilidad a los países. Si así fuera, con la colección zoologica de tiranuelos, caudillos, jefes máximos, de la historia latinoamericana, el paraíso de las clases medias no serían los Estados Unidos, Europa Occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, sino México, Bolivia o Paraguay. Por el contrario, un dictador como Perón —para poner un solo ejemplo— se las arregló para casi desaparecer a la clase media argentina, que, hasta su subida al poder, era vasta, próspera y había desarrollado a su país a un ritmo más veloz que el de la mayor parte de los países europeos. Cuarenta años de dictadura no han traído a Cuba la menor prosperidad, la han retrotraído a la mendicidad internacional y condenado a los cubanos a comer pasto y flores —y a las cubanas a prostituirse a los turistas del capitalismo— para no morirse de hambre.
Es verdad, el señor Kaplan puede decir que él no habla de cualquier dictadura, sólo de las eficientes, como las del Asia del Pacífico, y las de Pinochet y Fujimori. Yo leí su ensayo —vaya coincidencia— precisamente cuando la supuestamente eficiente autocracia de Indonesia se desmoronaba, el general Suharto se veía obligado a renunciar y la economía del país se hacía trizas. Poco antes, las ex autocracias de Corea y Tailandia ya se habían desplomado y el famoso milagro asiático comenzaba a hacerse humo, como en una super producción hollywoodense de terror-ficción. Aquellas dictaduras de mercado no fueron por lo visto tan exitosas como él piensa, pues han acudido de rodillas al FMI, al Banco Mundial, a Estados Unidos, Japón y Europa Occidental a que les echen una mano para no arruinarse del todo.
Lo fue, desde el punto de vista económico, la del general Pinochet, y hasta cierto punto —es decir si la eficiencia se mide sólo en términos de nivel de inflación, de déficit fiscal, de reservas y de crecimiento del Producto Bruto— lo es la de Fujimori. Ahora bien, se trata de una eficiencia muy relativa, para no decir nula o contraproducente, cuando aquellas dictaduras eficientes son examinadas, no como lo hace el considerado señor Kaplan , desde la cómoda seguridad de una sociedad abierta —Estados Unidos en este caso— sino desde la condición de quien padece en carne propia los desafueros y crímenes que cometen esas dictaduras capaces de torcerle el pescuezo a la inflación. A diferencia del señor Kaplan, los liberales no creemos que acabar con el populismo económico constituye el menor progreso para una sociedad, si, al mismo tiempo que libera los precios, recorta el gasto y privatiza el sector público, un gobierno hace vivir al ciudadano en la inseguridad del inminente atropello, lo priva de la libertad de prensa y de un Poder Judicial independiente al que pueda recurrir cuando es vejado o estafado, atropella sus derechos, y permite que pueda ser torturado, expropiado, desaparecido o asesinado, según el capricho de la pandilla gobernante. El progreso, desde la doctrina liberal, es simultáneamente económico, político y cultural, o, simplemente, no es. Por una razón moral y también práctica: las sociedades abiertas, donde la información circula sin trabas y en las que impera la ley, estan mejor defendidas contra las crisis que las satrapías, como lo comprobó el régimen mexicano del PRI hace algunos años y lo ha comprobado hace poco, en Indonesia, el general Suharto. El papel que ha desempeñado la falta de un genuina legalidad en la crisis de los países autoritarios de la cuenca del Pacifico no ha sido suficientemente subrayado.
¿Cuántas dictaduras eficientes ha habido?¿Y cuántas ineficientes, que han hundido a sus países a veces en un salvajismo pre-racional como en nuestros días les ocurre a Argelia o Afganistán? La inmensa mayoría son estas últimas, las primeras una excepción. ¿No es una temeridad optar por la receta de la dictadura en la esperanza de que esta sea eficiente, honrada y transitoria, y no lo contrario, a fin de alcanzar el desarrollo? No hay metodos menos riesgosos y crueles para alcanzarlo? Sí los hay, pero gentes como el señor Kaplan no quieren verlos.
No es cierto que la cultura de la libertad sea una tradición de largo aliento en los países donde florece la democracia. No lo fue en ninguna de las democracias actuales hasta que, a tropiezos y con reveses, estas sociedades optaron por esa cultura y fueron perfeccionándola en el camino, hasta hacerla suya y alcanzar gracias a ello los niveles que tienen actualmente. La presión y la ayuda internacional pueden ser un factor de primer orden para que una sociedad adopte la cultura democrática, como lo demuestran los ejemplos de Alemania y Japón, dos países con una tradición tan poco o nulamente democrática como cualquier país de América Latina, y que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, han pasado a formar parte de las democracias avanzadas del mundo. ¿Por qué no serían capaces los países del tercer mundo (o Rusia) de emanciparse, como los japoneses y los alemanes, de la tradición autoritaria y hacer suya la cultura de la libertad?
La globalización, a diferencia de las pesimistas conclusiones que de ella extrae el señor Kaplan, abre una oportunidad de primer orden para que los países democráticos del mundo —y, en especial, las democracias avanzadas de América y Europa— contribuyan a expander esa cultura que es sinónimo de tolerancia, pluralismo, legalidad y libertad, a los países que todavía — y ya sé que son muchos— siguen esclavos de la tradición autoritaria, una tradición que ha gravitado, recordémoslo, sobre toda la humanidad. Ello es posible , a condición de:
a) creer claramete en la superioridad de esta cultura sobre aquellas que legitiman el fanatismo, la intolerancia, el racismo y la discrminación religiosa, étnica , política o sexual y,
b) actuar con coherencia en las políticas económica y exterior orientándolas de modo que ellas, a la vez que alienten las tendencias democráticas en el tercer mundo, penalicen y discriminen sin contemplaciones a los regímenes que, como el de China Popular en el Asia o el de la camarilla civil-militar en el Perú, impulsan políticas liberales en el campo económico pero son dictatoriales en el político. Desgraciadamente, a diferencia de lo que sostiene el señor Kaplan en su ensayo, esa discriminación positiva a favor de la democracia, que tantos beneficios trajo a países como Alemania, Italia y Japón hace medio siglo, no las aplican los países democráticos hoy con el resto del mundo, o las practican de una manera parcial e hipócrita (es el caso de Cuba, por ejemplo).
Pero, ahora tal vez tengan un incentivo mayor para actuar de manera más firme y principista en favor de la democracia en el mundo de la tiniebla autoritaria, y la razón es precisamente aquella que el señor Robert D. Kaplan menciona al profetizar, en términos apocalípticos, un futuro gobierno mundial no-democrático, de poderosas empresas transnacionales operando, sin frenos, en todos los rincones del globo. Esta visión catastrofista apunta a un peligro real, del que es imprescindible ser conscientes. La desaparición de las fronteras económicas y la multiplicación de mercados mundiales estimula las fusiones y alianzas de empresas, para competir más eficazmente en todos los campos de la producción. La formación de gigantescas corporaciones no constituye, de por sí, un peligro para la democracia, mientras esta sea una realidad, es decir, mientras haya leyes justas y gobiernos fuertes (lo que para un liberal no significa grandes sino más bien pequeños y eficaces) que las hagan cumplir. En una economía de mercado abierta a la competencia, una gran corporación beneficia al consumidor porque su escala le permite reducir precios y multiplicar los servicios. No es en el tamaño de una empresa donde acecha el peligro; este se halla en el monopolio, que es siempre fuente de ineficacia y corrupción. Mientras haya gobiernos democráticos que hagan respetar la ley , sienten en el banquillo de los acusados a un Bill Gates si piensan que la trasgrede, mantengan mercados abiertos a la competencia y firmes políticas antimonopólicas, bienvenidas sean las grandes corporaciones, que han demostrado en muchos casos ser la punta de lanza del progreso científico y tecnológico.
Ahora bien, es verdad que, con esa naturaleza camaleónica que la caracteriza, y que tan bien describió Adam Smith, la empresa capitalista, institución bienhechora de desarrollo y de progreso en un país democrático, puede ser una fuente de vesanias y catástrofes en países donde no impera la ley, no hay libertad de mercados y donde todo se resuelve a través de la omnímoda voluntad de una camarilla o un líder. La corporación es amoral y se adapta con facilidad a las reglas del juego del medio en el que opera. Si en muchos países tercermundistas el desempeño de las transnacionales es reprobable, la responsabilidad última recae en quien fija las reglas de juego de la vida económica, social, política, no en quien no hace más que aplicar estas reglas en procura de beneficios.
De esta realidad, el señor Kaplan extrae esta conclusión pesimista: el futuro de la democracia es sombrío, porque en el siguiente milenio las grandes corporaciones actuarán en Estados Unidos y Europa Occidental con la impunidad con que actuaban digamos, en la Nigeria del difunto coronel Abacha.
En verdad , no hay ninguna razón histórica ni conceptual para semejante extrapolación. La conclusión que se impone, más bien, es la siguiente: la imperativa necesidad de que Nigeria y los países hoy sometidos a dictaduras evolucionen cuanto antes hacia la democracia y pasen también a tener una legalidad y una libertad que obligue a las corporaciones que en ellos operan a actuar dentro de las reglas de juego de equidad y limpieza con que están obligadas a hacerlo en las democracias avanzadas. La globalización económica podría convertirse, en efecto, en un serio peligro para el porvenir de la civilización —y sobre todo, para la ecología planetaria— si no tuviera como su correlato la globalización de la legalidad y la libertad. Las grandes potencias tienen la obligacion de promover los procesos democráticos en el tercer mundo por razones de principio y moral; pero, también, porque , debido a la evaporación de las fronteras, la mejor garantía de que la vida económica discurra dentro de los límites de libertad y competencia que benefician a los ciudadanos, es que ella tenga, en todo el ancho mundo, los mismos incentivos, derechos y frenos que la sociedad democrática le impone.
Nada de esto es fácil ni será logrado en poco tiempo. Pero, para los liberales, es un gran aliciente saber que se trata de una meta posible y que la idea de un mundo unido en torno a la cultura de la libertad no es una utopía, sino una hermosa realidad alcanzable que justifica nuestro empeño. Lo dijo Karl Popper, uno de nuestros mejores maestros:
"El optimismo es un deber. El futuro está abierto. No está predeterminado. Nadie puede predecirlo, salvo por casualidad. Todos nosotros contribuimos a determinarlo por medio de lo que hacemos. Todos somos igualmente responsables de aquello que sucederá".
* "Was Democracy Just a Moment?" The Atlantic Monthly. Diciembre de 1997, págs. 55-80.
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