War on Drugs: la política del sinsentido
Nuestra América 2.0 - El Mundo.es
Los catorce adolescentes asesinados, el lunes pasado, por un pelotón de sicarios en Tijuana, se suman a una triste lista de mil doscientos menores que han caído en México, víctimas de las balas de los narcos, víctimas del sinsentido. Un ítem más al catálogo de tragedias como la sucedida, hace pocos meses, al ecuatoriano Luis Freddy Lala Pomavilla, quien sobrevivió a la carnicería perpetrada por los Zetas haciéndose el muerto entre una pila de 72 cadáveres.
Ese incidente deja en evidencia, una vez más, las derivas más absurdas de la War on Drugs que el Gobierno americano lleva librando por décadas. Una “guerra”, la más larga del siglo XX, en la que sólo han salido ganando los propios narcotraficantes, algunos contratistas de la DEA y el Pentágono, uno que otro político americano populista, varios grupos terroristas, y una enorme burocracia trasnacional; una “guerra” que ha cobrado millares de vidas en Latinoamérica (más de 28 mil muertos, sólo en México, desde 2006), y que ha sido perdida una y otra vez, año tras año (porque el consumo y la producción de drogas es hoy más alto que nunca, al igual que su rentabilidad). Una “guerra” que ha creado monstruos como Los Zetas. Recomiendo entrevista al juez conservador de California, Jim Gray; desnuda el absurdo de esta mal llamada “guerra”.
La “guerra contra las drogas” es una de las consecuencias menos reconocidas pero más nocivas del auge del paternalismo estatal. Se incubó a comienzos del siglo XX, de la mano de la prohibición del alcohol, aupada por la ilusa fe del movimiento progresista americano en el Estado-papá-terapeuta, ese que cuida nuestra salud física y mental mejor que nosotros mismos (la serie de TV de HBO, Boardwalk Empire, retrata magistralmente este episodio histórico). Fue declarada oficialmente durante los 70s por el conservadurismo nixoniano, hincha del Estado-papá-sacerdote, ese que cuida nuestra salud moral y espiritual mejor que nosotros mismos. Y fue universalizada en los 80s por Reagan, el héroe del Estado-papá-imperio, ese que cuida de la salud mental, espiritual, moral y física de los americanos repartiendo plomo por medio mundo (recomiendo dos libros muy reciente sobre este proceso: Politics of Cocaine y Cocaine Nation).
Lo que acabó con el imperio de Al Capone no fue Eliot Ness, sino la relegalización del alcohol. Lo que acabará con Los Zetas y compañía no será el Plan Mérida, ni el Plan Colombia, ni ninguna otra fórmula mágica repleta de dólares y balas. Lo que se necesita es reformular la cuestión en esencia. Últimamente están tomando cada vez más fuerza las voces que defienden la legalización de las drogas como única medida realista. Hay muchas razones éticas y prácticas que avalan estas propuestas. Hasta el antiguo presidente mexicano Vicente Fox se ha declarado abiertamente partidario de esta alternativa; lo mismo que han hecho antiguos mandatarios de Brasil, Colombia, España, y hasta el ex secretario general de la OEA. En California se está discutiendo seriamente la legalización de la marihuana, posibilidad que ha recibido mucho apoyo, incluso del propio artífice intelectual de la inquisición farmacéutica de Reagan, Eric Sterling.
No obstante, como bien apunta Ted Galen Carpenter, del Cato Institute, mientras el Gobierno de los Estados Unidos—principal mercado de las drogas del mundo—no tome cartas en el asunto, nada de esto servirá. Lastimosamente, parece que Obama no quiere oír hablar del tema por el momento, él prefiere seguir con la receta estatista tradicional. Al fin y al cabo, el coste político es tolerable; la mayoría de las “bajas” son mexicanas, o colombianas, o ecuatorianas, y mueren en otros países. Al elector americano eso lo tiene sin cuidado.
Mientras tanto, “el narco” puede dormir tranquilo, su negocio seguirá prosperando ad infinitum.
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