La tiranía mayoritaria
Son pocas las ideas que justifican su apoteosis en el campo del pensamiento. Como amigo de los debates, considero que todo debe ser discutible; las verdades intocables, hechas únicamente para la idolatría, no cuentan con mi apoyo. La preferencia que siento por los razonadores insumisos, reacios a devorar credos e imponer dogmas, ha influido en esta postura. Por definición, la omnisciencia no es un atributo de los mortales, simples criaturas que, aunque fracasen al intentarlo, pueden aspirar apenas a buscar respuestas y explicaciones relativas. Habiéndome percatado de esta particularidad, no me interesa ilusionarme con lo absoluto; mi lucha tiene las proporciones que demanda una existencia bastante insular.
Siguiendo esta línea, las indagaciones que realizo están movidas por el deseo de comprender la realidad hasta donde sea posible. El punto es que, aun careciendo de rotundidad, nuestras disquisiciones son útiles. Es cierto que, al consumar esas pesquisas, la contestación de preguntas suele estar acompañada con nuevos interrogantes, convirtiendo esta labor en una tarea interminable; no obstante, los frutos son notorios. Destaco que, obrando con ese talante, forjamos una serie de persuasiones, las cuales nos ayudan a tomar la decisión correcta. Esto implica que uno puede conocer proposiciones capaces de fundar sus convicciones, nunca discordantes con los valores y principios personales. Se necesitan de tales conceptos, ya que no es hacedero edificar una ideología sobre la nada, peor aún emitir un cuestionamiento serio. Por supuesto, si lo anterior es válido a nivel individual, como cuando se habla de la ética, resulta incontrovertible en los asuntos políticos. La misión consiste en descubrir esas máximas que nos ayudan a entender cuándo se debe calificar un fenómeno de negativo.
En una de sus grandiosas obras, Octavio Paz escribió algo que, siquiera entre personas ilustradas, no admite refutaciones: «Sin libertad, la democracia es tiranía mayoritaria». He aquí un apotegma que puede sustentar nuestra concepción acerca de dicho sistema político. En efecto, cuando se trata de regímenes democráticos, respetar esa facultad es elemental si un gobernante no desea ocasionar descréditos relacionados con arbitrariedades que pervierten el ejercicio del poder. Porque hay normas que, aun cuando se tenga respaldo popular, limitan esta clase de actividades. Nadie está por encima de las prescripciones que, al organizarse jurídica y políticamente, los hombres establecieron para su beneficio. Acontece que no es suficiente haber seducido a las multitudes, humillado al rival de circunstancias; tras el éxito, la beligerancia debe ser sucedida por un servicio irrestricto a favor de toda la ciudadanía. Levantar la guillotina con el designio de liquidar a los adversarios evidencia bestialidad. Ninguna turba puede convalidar venganzas ni promover destrucciones institucionales; las victorias electorales no autorizan la llegada del terror, por más que se haya prometido un futuro insuperable después de su advenimiento. Es indispensable recordar que, mientras se persiga tener un orden aceptable, la política no debe concebirse como una pugna entre bandos dispuestos a eliminarse. Probablemente, como pasa en las sociedades con un adarme de civilización, haya distintos grupos que ansíen dirigir al Estado, para lo cual recurran a las exhortaciones menos caballerosas. Mas ello no quiere decir que la gloria de uno conlleve el arribo del horror para los derrotados. Desenvolverse sin vulnerar ese marco es la condición impuesta a los que planean asumir un mandato electoral.
En los dominios de la democracia, ningún encumbramiento es ilimitado. No importa que aquél haya sido el producto de ovaciones estridentes o desempates fatigadores; las condiciones son idénticas. Por muchas expectativas que hubiese generado en los ciudadanos, aquellas obligaciones no pueden ser cumplidas tan sólo de manera voluntaria. Ésta es una directriz que los demócratas deben observar; su desdén tiene como resultado el padecimiento de injusticias. Conscientes de las incitaciones que una función gubernamental trae consigo, los individuos restringen su práctica. Con este objeto, no emplean parámetros que carezcan de racionalidad, pues desean un funcionamiento adecuado del aparato estatal y la sociedad. Recurriendo a su propia naturaleza, encuentran allí las capacidades que deben protegerse, al menos cuando se quiere tener una vida plácida. Por eso es que se asignan determinadas responsabilidades a la burocracia, vetando su ingreso en terrenos donde los sujetos pueden zanjar problemas por sí mismos. Invadir esta dimensión de la privacidad, pretextando que se tiene apoyo multitudinario, es una agresión al orden democrático. Como se ha expresado, la victoria obtenida en los comicios hace viable un cambio de representantes, pero no del modelo que reconoce a la libertad como su valor supremo. Lo mismo podría decirse respecto al abuso que se tratara de perpetrar contra los derechos humanos. Son las fronteras que han sido delimitadas con el propósito de impedir las infamias del absolutismo. Recalco que, si la mayoría consintiera u ordenara esos atentados, su actuación ya no sería democrática, sino tiránica. Acaecida esta infamia, de nada sirve al caudillo la recordación del triunfo, permaneciendo inmutable su condición dictatorial.
El respeto a la libertad es una conquista que los hombres alcanzaron heroicamente. Haber conseguido que esto forme parte del progreso es admirable y digno de ser preservado por la especie. Tuvieron que librarse colosales batallas, afrontarse condenas de perversidad espantosa, sufriendo siempre por una inquietud continua, para contar con días en los cuales la opresión fuera punible. No existe mejor criterio que pueda usarse a fin de criticar cualquier Gobierno: si protege esa potestad natural, aquél será una entidad benigna; de lo contrario, quienes apuestan por la sublevación hallarán en su proceder el estímulo requerido. Es que la innegable evolución institucional de las últimas centurias, apreciable en países pertenecientes a Occidente, ha enseñado cuán forzosa es su presencia. No aludo sólo a las libertades civiles, sino también al conjunto que se presenta en el universo de la política. Todas sus facetas reclaman y merecen una protección uniforme. Es imperativo que la esclavitud nos exaspere; así sea para evitar mayor violencia, consentirla es descabellado. Entretanto no se ambicione un tipo de régimen en el cual los individuos sean irrelevantes, excepto para legitimar medidas despóticas, deben cumplirse las reglas que pretenden erigir una sociedad libre. Esto ha sido claro desde que se resolvió elegir a las autoridades sin privilegiar linajes ni patrimonios. Los funcionarios que reciben un masivo beneplácito de las urnas no deben olvidar sus restricciones. Si no les complace la obligación, pueden rechazar los quehaceres encomendados o, exhalando sinceridad, proclamar su inclinación por las experiencias totalitarias. Actuar de otra forma es caer en la impostura, simular una situación que aparenta ser congruente con el mundo sensato.
El autor es escritor, político y abogado.
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