Extraterrestres en California
El País, Madrid
El barrio de casitas destartaladas, edificios ruinosos, descampados y sórdidos callejones que se encuentra al noreste de Washington DC, a la espalda del Capitolio, tenía hasta hace pocos años fama de peligroso, porque, entre las familias negras de escasos ingresos que lo habitaban, había gentes de mal vivir y los atracos y hechos de sangre eran frecuentes. Pero, ahora, toda la zona experimenta un renacimiento. Se han mudado a vivir en ella parejas jóvenes, bohemios, artistas, estudiantes, y han surgido en sus calles clubes de jazz, bares, restaurantes, galerías y cafés donde encuentra refugio y querencia buen número de intelectuales, escritores, músicos y, en general, la colectividad que se interesa por la cultura en esta ciudad de funcionarios, cabilderos, diplomáticos y gentes de paso que es la capital de Estados Unidos.
Pese a haber vivido varias temporadas en Washington DC, solo ahora he conocido este barrio gracias a la resurrección de un pequeño teatro, H Street Playhouse, rebautizado ahora Scena, que gozó de cierta celebridad cuando se fundó, a principio de los años cuarenta, por razones más sociales que artísticas, pues fue el primer teatro de la ciudad que, desafiando la segregación todavía reinante, permitió que los espectadores negros se mezclaran en sus butacas con los blancos. Agradezco a mi buena estrella que la curiosidad me trajera hasta este cálido recinto rectangular, de apenas un centenar de asientos, para ver un espectáculo inspirado en la célebre adaptación radial de “La guerra de los mundos”, de H. G. Wells, hecha por Orson Welles y su compañía, el Mercury Theatre, en 1938, que, además de provocar escenas de pánico en todos los Estados Unidos, hizo famoso de la noche a la mañana al joven actor y director de 27 años hasta entonces solo conocido por un puñado de aficionados a Shakespeare (había montado ya seis comedias y tragedias del Bardo).
El episodio se ha contado muchas veces pero vale la pena recordarlo. El 30 de octubre de 1938 la CBS Broadcasting Studio emitió en directo, desde Nueva York, un programa de una hora de duración que dejaría una huella indeleble en la historia de la radiodifusión por el efecto cataclísmico que tuvo en los doce millones de oyentes que llegaron a escucharlo. Al principio de la emisión, los radioescuchas eran menos de la décima parte, pero se fueron multiplicando a medida que las familias de todo el país iban siendo alertadas de que, según la CBS, los marcianos habían invadido los Estados Unidos y estaban devastando los pueblos y la campiña de Nueva Jersey. Los teléfonos de las comisarías, de los bomberos, de los cuarteles y de las oficinas de gobierno se embotellaron con las decenas de miles de llamadas de gente aterrorizada que pedía instrucciones y garantías, verdaderas muchedumbres llegaron a evacuar sus casas y deambulaban por los parques, calles y caminos aturdidas y confusas. El pánico continuó muchas horas después de que, terminado el programa, la voz irónica de Orson Welles anunciara ante el micro: “Todo esto ha sido solo un radioteatro”.
El programa de la función de Scena reproduce algunos de los dramáticos titulares de primera plana con que los diarios norteamericanos del día siguiente informaban sobre lo ocurrido. El de The New York Times proclama: “Radioescuchas en pánico toman como cierto un programa de guerra. Muchos abandonan sus casas por una invasión marciana”. Y el Daily News: “Una guerra radial siembra el terror en toda la nación”. Diré rápidamente que no debió ser para menos. Si setenta y dos años después, y sabiendo todo lo que sabemos al respecto, el centenar de espectadores que asistimos aquella noche a la reconstrucción del programa de Orson Welles y sus compañeros del Mercury Theatre sentimos que se nos ponían los pelos de punta y empezamos a ver a los sanguinarios marcianos invasores a nuestro alrededor, no me extraña nada que aquella velada de octubre de 1938 los granjeros de Wyoming, los mineros de West Virginia, los jubilados de Florida y los empleados de California se tomaran al pie de la letra los dramáticos sucesos que, según la radio, la invasión de extraterrestres provocaba en los alrededores de Trenton. El espectáculo no parece lo que es sino una catástrofe genuina retransmitida por las ondas a medida que va siendo padecida por un pueblo incapaz de hacerle frente.
La adaptación de la novela de H. G. Wells, trabajada por Howard Koch, llegó a las manos de Orson Welles y sus actores y técnicos solo pocos días antes de la fecha señalada para la emisión. El ensayo general tuvo lugar la víspera. Allí, el genio de Welles estalló como un verdadero fuego de artificio: en unas diez horas de empeño frenético, el guión fue recortado, añadido, rehecho, manipulado y convertido en algo muy diferente del original. Lo que era una novela se transformó en un programa informativo. La historia banal con que se iniciaba el radioteatro, se interrumpía de pronto para que un nervioso locutor comunicara a los oyentes los alarmantes y confusos rumores que llegaban a la estación procedentes de Nueva Jersey sobre la aparición de un extraño objeto volador en la comarca, que, según algunos, estaría asolando su entorno. A partir de allí, y durante sesenta minutos, las informaciones se suceden añadiendo detalles, testimonios, cotejando diversas fuentes que corroboran o contradicen los hechos, en un crescendo de infarto que va trazando el mural de una sociedad en trance de ser diezmada, hasta la apoteosis final.
La adaptación de la adaptación que ha hecho ahora Robert McNamara en Scena se las arregla para mostrar, gracias a unos veinticinco actores, algunos de los cuales encarnan varios papeles, no solo el guión que interpretaron Welles y sus actores, sino, también, la pequeña cocina y las intimidades del estudio desde el que aquella emisión se radiaba, y la manera como todo el elenco colaboró en la producción de los efectos especiales, e iba comiendo, bebiendo y gastándose bromas cada vez que el director se descuidaba. Pese a estos paréntesis realistas, la fantástica ficción impregna al espectador desde el primer momento y no le da respiro hasta el último instante. Al mismo tiempo que todo eso tiene lugar en el escenario, actores diseminados entre los espectadores van revelando los efectos que la fuerza persuasiva de aquellas informaciones producían en la sociedad estadounidense y los desórdenes y escándalos que el miedo a la invasión marciana iban desatando a lo largo y lo ancho del país.
Es notable cómo, no importa las limitaciones de espacio y de tiempo que enfrente, una obra de teatro bien concebida, montada y actuada puede proyectarse por encima de su circunstancia y llegar a representar un mundo, una época, un ambiente, con toda su complejidad y sutileza. Este es un entretenimiento, sin duda, que hace vivir a los espectadores, durante una hora, una aventura emocionante, y los mantiene en vilo, suspendidos a la absorbente trama. Pero es, también, otras cosas. La percepción de una sociedad que, como dijo alguna vez Orson Welles comentando lo sucedido aquella noche del 30 de octubre de 1938, aún creía a ciegas todo lo que decían las radios y los periódicos y que descubría, de pronto, gracias a “La guerra de los mundos”, que a veces las informaciones del periodismo falseaban la realidad, hacían pasar gato por liebre y que, en ciertas circunstancias, las ficciones causaban grandes trastornos en la vida de las gentes.
Cuando, terminado el espectáculo, uno sale a desafiar el despiadado frío de Washington DC, tiene claro que aquellos marcianos nunca desembarcaron en Nueva Jersey. Pero ¿por qué, entonces, esa incómoda sensación de que, aunque los extraterrestres no existan, el peligro que representaban está siempre allí, a nuestras espaldas, y que, si escudriñáramos un poco la oscuridad, no nos resultaría imposible percibir las escurridizas siluetas de otros invasores, no menos dañinos e inclasificables que los inventados por H. G. Wells y Orson Welles?
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