Cablegate: fuera Estado
¿A quién se le ocurrió el Estado? ¿Desde cuándo asumimos, casi como verdad revelada, que es la mejor forma de organización de la sociedad? ¿A cuenta de qué las personas instituyeron esta ficción legal dedicando luego buena parte de sus ingresos a financiarla y buena parte de su tiempo a defenderse de los ataques a la libertad desde ese poder? ¿Qué castración intelectual y anímica lleva al hombre a tolerar que este engendro social pretenda luego planificarle la vida, dictarle sus opciones? ¿Cómo llegamos al absurdo de supeditar la iniciativa libre y el espacio individual a un supuesto interés general, que es tanta ficción como el Estado que dice representarlo? ¿Es el Estado instrumento de servicio del ser humano o maquinaria de dominación de las masas?
Nunca me tragué esta rueda de molino y, por lo visto, tampoco las sociedades que se han escindido en las últimas seis décadas de los Estados que a la sazón existían cuando se formó la ONU, buscando formas alternativas de organización que dieron como resultado una cincuentena de nuevos países. Desconfío profundamente de esa forma de organización política, por lo menos en la versión que tanto fascinó a Hobbes, en su negación de la dignidad sobrenatural del hombre que le llevó a plantear el absolutismo del Estado; o a Maquiavelo que, en su obra El Príncipe, argumenta que el gobernante no debe someter sus decisiones a límites morales impuestos por el derecho natural, sino guiarse exclusivamente por el bien del Estado.
"Razón de Estado", la llamarían luego Hitler y Mussolini para someter voluntades, hipnotizar a las masas y perpetrar masacres en nombre de fines superiores de la patria.
Y así, el ciudadano llegó incluso a adquirir la costumbre, vista no solamente como la cosa más normal, sino también como imperativo jurídico, de arrodillarse ante una bandera, símbolo de un becerro de oro. Este Estado, ya de izquierdas o derechas, armado poderosamente para influir en la vida de los demás, para dar guerra, necesita de la diplomacia para buscar aliados y del espionaje para cuidarse de los enemigos. Sin poder destructivo, no harían falta cables secretos.
WikiLeaks es un embarazo para la potencia occidental, ciertamente, pero es mucho más que eso, es la evidencia del tipo y el calibre de asuntos que tienen ocupada la mente y el ombligo de los líderes políticos de todas las latitudes, es la demostración de que las repúblicas se alimentan, se justifican con los permanentes prolegómenos de guerra, las amenazas latentes, amén de las conflagraciones reales que se cobran vidas, porque desde hace tiempo los Estados se dedicaron, con la plata de los contribuyentes, a perseguir objetivos totalmente divorciados del interés de las personas.
Más que empeñarse en convenios para frenar programas nucleares y armamentismo o escandalizarse de la filtración de información supuestamente secreta que conocía toda la diplomacia en el hoyo 19, habría que concentrarse en nuevas constituciones que coloquen al Estado en el lugar del que nunca debió salir. Lo demás vendría por añadidura.
- 23 de enero, 2009
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