La debacle educativa argentina
BUENOS AIRES — Argentina, que en un momento fue uno de los países más avanzados del mundo, está sufriendo una debacle educativa. Pero lo que más me impresionó durante una visita a Buenos Aires fue que muy pocos –incluyendo el gobierno– parecían preocupados por el tema.
La semana pasada, la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCED) publicó los muy esperados resultados de su test PISA, que mide el nivel de competencia de los estudiantes de 15 años de 65 países en comprensión de textos, matemática y ciencias. Es la medición más reconocida del mundo de la calidad educativa de cada país.
En comprensión de textos, los estudiantes de la ciudad de Shanghai, China, obtuvieron el puntaje más alto (China no participó como país), seguidos por los de Corea del Sur, Finlandia, Hong Kong y Singapur. Estados Unidos ocupó el puesto número 17, España el puesto 33, Uruguay el 47, México el 48, Colombia el 52, Brasil el 53 y Argentina el 58.
Sólo Panamá y Perú obtuvieron puntajes más bajos que Argentina, ocupando respectivamente el puesto 62 y el 63. Los resultados de los tests de matemática y ciencia de PISA fueron muy similares. Los resultados reflejaron una significativa caída en el nivel académico de Argentina, y una mejoría de Brasil, que hace 10 años había salido último en la lista.
Cuando los resultados de la prueba PISA salieron a la luz el 7 de diciembre, la reacción en Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Alemania y otros países fue de alarma. El Secretario de Educación de Estados Unidos, Arne Duncan, dijo que el mediocre puesto número 17 de los estudiantes estadounidenses en el test "debería ser un masivo llamado de alerta para todo el país''.
Pero en Argentina, en vez de usar estos resultados para movilizar al país en una campaña para mejorar la calidad educativa, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner hizo exactamente lo contrario: culpó a los tests PISA.
El ministro de educación argentino, Alberto Sileoni, fue citado por los periódicos diciendo que los tests PISA fueron concebidos por los países ricos "para una realidad que no es la nuestra''. Agregó que Argentina está en conversaciones con otros países latinoamericanos para crear un examen regional, y sugirió que su país podría dejar de participar en los tests PISA.
En los medios, salvo por un artículo de primera plana del diario La Nación, que informaba que el puntaje del país en la prueba había caído significativamente en los últimos 10 años, los resultados de los exámenes concitaron escasa atención. Casi todos los medios oficialistas ignoraron por completo el tema.
Otros gobiernos latinoamericanos reaccionaron con mayor madurez que el argentino, pero con una cuestionable dosis de triunfalismo.
El presidente mexicano Felipe Calderón celebró que México "no sólo logró sino que rebasó la meta que nos habíamos propuesto'' en comprensión de textos y matemática. El ministro de educación peruano José Antonio Chang también subrayó el lado positivo, diciendo que el puntaje obtenido por Perú revelaba un progreso con respecto a 10 años atrás.
Mi opinión: El gobierno argentino y de otros siete países latinoamericanos que participaron en los tests PISA merecen crédito por haber participado en la prueba. Otros –como el de Cuba– prefieren tomar el camino más fácil y no participar, evitándose así resultados potencialmente embarazosos.
Pero la reacción del ministro de educación argentino fue un caso de manual sobre cómo no hay que reaccionar.
En una economía global cada vez más competitiva, hay que medirse contra todos, o uno se queda cada vez más atras. Para usar una analogía futbolística, la sugerencia del ministro de salirse de los tests PISA equivale a decir: "Como nos fue mal en el mundial, no participemos más, y hagamos un torneo regional''.
Esa es una receta para la complacencia y para el estancamiento económico. Argentina, que ha ganado cinco premios Nobel y que aún tiene una enorme reserva de talento académico, debería hacer exactamente lo contrario: usar los resultados de los tests PISA para concientizar a la sociedad sobre la necesidad de mejorar su calidad educativa, y volver a ser uno de los países con más altos niveles de educación del mundo.
En vez de adoptar la política de la negación, este país –y varios otros — harían bien en adoptar una saludable dosis de «paranoia constructiva'', o sea, el sentimiento de que los demás están haciendo mejor las cosas, y que hay que redoblar esfuerzos para mejorar. Eso es lo que están haciendo los países asiáticos, que todo el tiempo se están comparando a sí mismos contra los mejores del mundo, y se esmeran por no quedarse atrás. Tal como lo demuestran los resultados de los tests PISA, el pensar así les está funcionando bastante bien.
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