Golpe de Estado
Así es. Hace muy pocos días, Chávez logró que la asamblea legislativa le cediera el privilegio de gobernar por decreto, rompiendo el régimen republicano y modificando el marco legal mínimo que aún sobrevivía en Venezuela, que hoy languidece polarizada y en la mira del más voraz saqueador que jamás ha tenido en el poder. Chávez aprovechó el momento para negociar nuevas áreas de exploración petrolera con China —como lo hizo con la orimulsión hace unos años atrás— y no extrañaría que a la brevedad agregue algo con Irán, con quien tiene una relación política y comercial que llama poderosamente la atención.
El argumento de gobernar por decreto para acelerar el paso de la revolución es falaz. Chávez, una vez más, ante el cómplice silencio de la comunidad internacional, se está apropiando indebidamente del poder total en su país para establecer decisiones que, dentro de un proceso normal, jamás podría poner en marcha. Silenciar a la prensa independiente, acorralar a sus críticos y adversarios ideológicos, pero además, ejecutar un perverso plan de megaconcentración del poder, no tiene, ni por asomo, el mínimo respeto a la ley.
Un Estado democrático separa los poderes para que estos se vigilen y regulen al operar interactivamente. El Ejecutivo tiene responsabilidades que son reguladas por el Legislativo y ambos son fiscalizados por el Poder Judicial; sin ese balance la anarquía y el abuso están a distancia mínima, con consecuencias que serán devastadoras.
Es claro lo que le espera a esta nación de 27 millones de habitantes, al perder su precario equilibrio social, pues si Chávez legisla, autoriza, dispone de la riqueza nacional y se las arregla para manejar todo lo que le pueda fiscalizar, ¿quién pierde al final? El derrotado único es el pueblo, que si en algún momento creyó en la revolución porque esta le haría justicia, ahora debe pagar el peso de haberse entregado a un megalómano cuyo fin último es el enriquecimiento. La ideología y el compromiso del revolucionario sucumbieron ante el influjo de la riqueza oculta detrás de los contratos que pueda celebrar con sus socios iraníes o norcoreanos o bielorusos. Ya no es una lucha del adalid latinoamericano contra la injusticia o el imperialismo pitiyanqui —como Chávez suele decir—, sino es, a las claras, un ejercicio de asaltar el poder sin miramiento ni valladar alguno.
Venezuela enfrenta ahora una amenaza incomparable con las demás, pero sin duda superable, pues ni Chávez será eterno en el poder, por mucho que compre el favor político y electores, sino porque los abusos no los soportarán ni siquiera los que él considera beneficiados por su teatro político.
Lo que siempre se dijo ha quedado claro: Chávez es, simple y llanamente, un ladrón escondido detrás de la máscara de un revolucionario.
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