Constitucionalismo
Durante décadas, Demócratas y Republicanos compitieron para ver cuál lleva mejor los colores de la bandera norteamericana. Ahora se pelean para ver quién es mejor garante de la Constitución.
Los debates de la bandera comenzaron durante la era de Vietnam cuando los izquierdistas radicales cometieron el error garrafal de prenderle fuego. Durante décadas desde entonces, los izquierdistas no suicidas han tratado de reparar el daño. Despectivamente, y de una forma un tanto injusta, para siempre tienen que demostrar su lealtad a la bandera.
Sorprendentemente, sin embargo, hay quien no lo supo pillar a tiempo. Durante la campaña presidencial más reciente, el Barack Obama candidato, preguntado por el motivo de no llevar un pin de la bandera, respondió que ello representaba "un sucedáneo" del "patriotismo verdadero". Mala jugada. Meses más tarde, Obama se batió en silenciosa retirada y volvía a llevar la bandera en su solapa. Todavía la lleva.
Hoy, la cuestión es la Constitución. Es un debate más saludable porque las banderas son simbolismo puro y por tanto más dadas a despertar emociones puras y sentencias ad hominem. La Constitución, por el contrario, es un documento que habla. Define concretamente la naturaleza de nuestro contrato social. Nada de nuestra vida pública tiene más contenido.
Los estadounidenses están en mitad de un gran debate nacional en torno a las competencias, el alcance y el terreno de actuación de la administración establecida en virtud de ese documento. El debate fue iniciado por el audaz avance de la actual administración hacia la expansión pública — una batería fiscal masiva de estímulo, el Obamacare, la regulación financiera y diversas tentativas de hacerse con el control de la economía energética. Esto suscitó una reacción popular, identificada con el movimiento fiscal pero en la práctica mucho más generalizada, que pide una visión más limitada de la administración pública más consistente con la intencionalidad de los artífices de la Constitución.
Llámelo constitucionalismo. En esencia, el constitucionalismo es el contrapeso intelectual y el vástago espiritual del movimiento "originalista" de la jurisprudencia. Los "originalistas" judiciales (encabezados por el magistrado Antonin Scalia entre otros notables juristas conservadores) insisten en que la interpretación legal se limite al texto de la Constitución interpretado por aquellos que la redactaron y sus contemporáneos. El originalismo ha ido creciendo hasta convertirse en el principal rival de la escuela de la "Constitución viva" de la izquierda, dentro de la cual los tribunales son los canales del clima de la época, libres de crear nuevos principios constitucionales en consecuencia.
Originalismo es a jurisprudencia lo que constitucionalismo a administración pública: un llamamiento a la limitación originado en el texto constitucional. El constitucionalismo como filosofía política representa un conservadurismo reformado y autorregulado que apoya su llamamiento a la administración minimalista — a poner orden en el capricho de Legislaturas y presidentes — en las palabras y el significado de la Constitución.
De ahí ese momento muy simbólico el jueves cuando la Cámara de Representantes 112 abrió el curso legislativo con una lectura de la Constitución. Llamativamente, esto nunca se había hecho antes — tal vez porque nunca había hecho más falta. La lectura plasmó la sensación, expresada con contundencia en los últimos comicios, de que nos hemos alejado bastante, durante los dos últimos años sobre todo, de una administración constitucionalmente limitada en sus competencias enumeradas hacia una administración sólo limitada por su percepción de la necesidad social.
El ejemplo más galvanizador de este giro expansivo fue, por supuesto, la reforma sanitaria de los Demócratas, que va a poner patas arriba la sexta parte de la economía e impondrá un régimen a los particulares que multa a cualquiera que no acceda a firmar un contrato privado con una aseguradora. Con independencia de sus méritos como legislación, no hay duda de su gravedad como precedente constitucional: Si el Congreso puede imponer un régimen así, ¿hay algo que el Congreso no pueda imponer al individuo?
La nueva Cámara Republicana exigirá a partir de ahora, por escrito, el fundamento constitucional de cada proyecto de ley presentado en el pleno. Una buena idea, aunque sospecho que el 90 por ciento de los anteproyectos contendrán simplemente una referencia ritual a la cláusula del "bienestar general". Sin embargo, todo lo que recuerde a los congresistas que no son representantes libres de ataduras será saludable.
Pero seguirá siendo principalmente simbólico. La verdadera prueba de fuego del novedoso constitucionalismo de los Republicanos llegará a la hora de legislar. ¿Van a recortar de verdad el gasto público? ¿Van a dar marcha atrás de verdad a los marcos de regulación? Las partidas presupuestarias extraordinarias no son nada. ¿Tendrán los Republicanos el valor de meter mano también a los derechos sociales?
En el ínterin, los cínicos harían bien en andarse con cuidado. Ciertos progresistas ya desprecian el nuevo constitucionalismo, denigrando la relevancia del documento y burlándose de su lectura pública. Se burlan a su costa política. Al elegir hacer hincapié en un majestuoso documento que merece estudio y lectura en la misma medida, el conservadurismo reformado de la era Obama no se ha encontrado solamente un símbolo sino un puntal.
El constitucionalismo como tendencia política rectora exigirá un desarrollo atento y escrupuloso, como pasó con el originalismo jurisprudencial. Pero su atractivo generalizado y su profundidad filosófica lo convierten en un prometedor primer paso hacia un futuro conservador.
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