Paloma de campanario
En el pasado mes de noviembre, exactamente el domingo 7, durante un almuerzo celebrado en Mérida (México), pregunté y pedí, ante unos trescientos directores y editores de prensa, al flamante presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, principal orador del evento, que nos hablara sobre sus nuevas relaciones con el presidente Chávez.
Santos comenzó su respuesta con una pregunta: “¿Usted me pregunta sobre mi nuevo mejor amigo el presidente Hugo Chávez?”.
La salida presidencial provocó hilaridad en la sala. Un colega a mi lado me dijo: “Has dado pie al título de todas las primeras planas y cabezas de informativo de mañana”. Y fue así. La frase se ha hecho célebre. No sé si el que tiene que reclamar los derechos es el presidente Santos o yo.
La alternativa –dijo el Mandatario acto seguido– era ir a la guerra o actuar en función de los intereses de los colombianos y también de los venezolanos.
Fue lo que hizo.
Colombia tenía deudas a cobrar, productos para colocar –que los venezolanos necesitaban desesperadamente– y debía evitar que las guerrillas continuaran contando con el amparo de Chávez. Y Santos lo consiguió.
Chávez, acorralado por sus propias palabras y bravatas y por sus actos anteriores de apoyo a la guerrilla, logró una salida honorable; un alivio. A la vez neutralizó a un crítico serio y de temer.
Este último punto –el del pragmatismo político, digamos– es el que plantea algunas dudas: ¿No será un costo demasiado alto? Porque una cosa es olvidar y pasar por alto lo que el comandante ha dicho del hoy presidente de Colombia –“mafioso”, “ficha del imperio yanqui”, “oligarca de la derecha colombiana”, “señor de la guerra”, “amenaza militar”– (a Chávez no se le puede dar crédito ni cuando insulta), pero otra cosa es hacer la vista gorda al barrer.
Llegar a los extremos de un Rodríguez Zapatero, de un Moratinos, o de un Lula, en que los negocios justifican lo que fuera. Sería desilusionante.
Colombia no ha llegado a eso, pero sí está obligada a ver la realidad no solo la que Santos señalara a los editores respecto a Venezuela, sino, por ejemplo, la de las relaciones con EE.UU. que son de una prioridad absoluta.
En este tema es notorio que el presidente Santos desde el principio tuvo claro que no va a depender de la veleidad del Gobierno de los EE.UU. –léase Departamento de Estado o Congreso– para manejar la política exterior y comercial de su país.
Ciertamente los Estados Unidos no han sido recíprocos con Colombia y el nuevo mandatario también en ese aspecto ha tenido que buscar una alternativa diferente a la que se venía manejando hasta el momento.
Ser amigo de los EE.UU. no paga y el caso colombiano en alguna medida y en ciertos aspectos resulta emblemático. Quizás Santos entiende que, por ejemplo, para aprobar el tratado de libre comercio sea mucho más efectivo acercarse a Brasil, hacerse amigo íntimo de Chávez, aplaudir engendros como la Unasur, que ir a cabildear a los pasillos de un congreso ante legisladores que no tienen ni la menor idea de dónde queda América Latina.
Mientras tanto, los EE.UU. seguirán con su bien ganado mote de “paloma de campanario” (que “ensucia” a sus fieles), que es algo vulgar, pero muy ilustrativo.
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