Un Congreso restaurador
A diferencia de la mayoría de los 111 que lo precedieron, el Congreso 112 tiene que abrir por fuerza el proceso de restauración de la aceptación de la autoridad del estado por parte de la mayoría de los estadounidenses y la fe generalizada en la participación de la ciudadanía en los deberes que legaron los artífices de la Constitución. Esto va a exigir reanimar el estado de derecho, reestablecer la relevancia de la Constitución, y declarar públicamente la realidad del excepcionalismo estadounidense.
Muchos legisladores Republicanos, y seguramente unos cuantos Demócratas con orgullo institucional, creen que dos sucesos juegan en contra del Congreso y lo condenan al ostracismo. Uno es la apoteosis de la presidencia como resorte esencial de la administración pública y ángel custodio del alma de la nación. El segundo es la creciente autonomía del marco regulador, un mecanismo sensible a los presidentes.
El eclipse del Congreso a manos de la rama ejecutiva y el resto de agencias independientes es culpa del Congreso. Es producto de legislar de manera flexible y de una supervisión relajada. Demasiadas "leyes" son en realidad poco más que opiniones beatas de objetivos sociales — ecologistas, educativos, etc. — los significados de los cuales son definidos más tarde a través de la promulgación de las regulaciones por parte del ejecutivo. Al crear leyes cogidas con alfileres, la legislatura nacional da lugar con frecuencia a que haya legisladores en el ejecutivo, una burla de la separación de poderes. Y el Congreso hace mofa de sí mismo cuando el Boletín Federal, una compilación de las actividades reguladoras de la administración, es una referencia de gobierno más importante que las Actas del Congreso.
Desafortunadamente, los tribunales dejaron claro hace mucho que no se van a inhibir gravemente en la escandalosa delegación de sus funciones legislativas en terceros por parte del Congreso. De manera que el Congreso debe dejar de quejarse de las acciones de la Agencia de Protección Medioambiental (los límites a las emisiones), la Comisión Federal de las Comunicaciones ("la neutralidad de la red"), el Departamento de Interior (los cambios del régimen de propiedad del suelo público) y el resto de agencias independientes, y debe empezar a releer a Shakespeare: "La culpa, querido Bruto, no reside en los astros, sino en nosotros, los subordinados".
Los senadores conservadores que atraviesan el vestíbulo del Capitolio deberían detenerse en el retrato de Robert Taft, de Ohio († 1953), que encarnó el conservadurismo cuando ello destacaba la supremacía legislativa. América nació como reacción súbita (la Declaración de la Independencia) a "las repetidas usurpaciones y agravios" de un ejecutivo autoritario; el conservadurismo moderno nació como reacción progresiva a la ampliación del ejecutivo, primero a manos de Franklin Roosevelt y después a las de su monaguillo Lyndon Johnson.
Pero desde 1968, los Republicanos ganaron cinco de seis y luego siete de 10 elecciones presidenciales, y experimentaron el éxtasis de Ronald Reagan. Luego perdieron su sana desconfianza del ejecutivo. Hoy, los conservadores deberían de ejercitarse con un buen libro obra del fundador del National Review – "El Congreso y la tradición estadounidense", de James Burnham
En cuanto a la relevancia de la Constitución, hay que recordar lo siguiente: La Congresista Nancy Pelosi, cuando fue preguntada por la constitucionalidad de la legislación de la reforma sanitaria — una cuestión que a estas alturas es objeto de serio litigio — dijo "¿Habla usted en serio? ¿Habla usted en serio?" Ella sí hablaba en serio.
A ella no le puede caber verdaderamente en la cabeza que alguien crea en serio que James Madison hablaba en serio cuando escribió (Documento Federalista 45), "Las competencias delegadas por el Texto Constitucional propuesto en la administración federal son contadas y definidas". Por desgracia, durante demasiado tiempo muchas salas de justicia flojas se han abstenido de aplicar la doctrina de las competencias expresamente mencionadas, y demasiados Congresos han disfrutado de la emancipación de esa doctrina. De forma que la contención por parte de la judicatura tiene que reemplazarse por el autocontrol legislativo.
El ideal del excepcionalismo estadounidense resulta detestable a los progresistas, que evidentemente son desconocedores de la veterana tradición del ideal (se remonta hasta Alexis de Tocqueville) y la rica creación académica referente a la idea, al suponer que se trata de una variante cruda de patriotismo. Estados Unidos, dijo Tocqueville, es único porque nació libre — libre de pasado feudal, libre de aristocracia asentada y de religión establecida.
La Revolución Americana fue una revolución política, no social; se trataba de individuos deseosos de emanciparse en busca de la felicidad, no de que el estado reparta la riqueza y las oportunidades. De ahí nuestra excepcional Constitución, que dice no lo que la administración tiene que hacer por los estadounidenses, sino lo que no puede hacer por ellos.
Los estadounidenses están excepcionalmente comprometidos con la administración limitada porque confían excepcionalmente en la movilidad social a través del esfuerzo personal. Y son extraordinariamente inmunes al pesimismo característicamente moderno: Él sostiene que los individuos están indefensos a la hora de ejercer su autonomía frente a las colosales fuerzas impersonales de la sociedad, de manera que la gente debe someterse a la tutela de la administración que supuestamente es locus y motor de la creatividad de la sociedad.
Transcurridos dos años de presidencia de Barack Obama, ya sabemos lo que entiende él por "esperanza" y "cambio" — que el resto de progres y él esperan cambiar nuestro carácter nacional. Transcurridas tres semanas de su presidencia, Newsweek, desbordada de adoración hacia su persona y permitiendo que sus deseos se apoderaran de sus pensamientos, anunciaba que "ahora todos somos socialistas" y que América "va camino de convertirse en un estado europeo moderno". El electorado discrepó enfáticamente, y dio lugar al Congreso 112, con su programa extraordinariamente importante.
© 2011, The Washington Post Writers Group
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