Y sin embargo no hablan
MADRID. – Cada vez que se quiere poner como ejemplo la complicidad de los gobiernos de Estados Unidos con las crueles dictaduras latinoamericanas obligatoriamente se recurre a la anécdota del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt quien, al referirse al sanguinario presidente nicaragüense, Anastacio Somoza García (1896-1956), dijo: “Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Hoy día se afirma que no fue Roosevelt el autor de tal frase, sino Cordel Hull, por entonces secretario de Estado.
No sé si términos tan duros seguirán utilizándose en política internacional, justo ahora en que muy pocas cosas se les escapan a los micrófonos de los periodistas y los sistemas de audio. Pero la misma posición adoptada por Roosevelt y la política de los Estados Unidos hacia América Latina es la que observa Europa con muchos países, especialmente de Africa, dominados por dictaduras que -aunque las comparaciones resultan siempre odiosas dejan a los Somoza convertidos en inocentes querubines. Los intereses económicos, principalmente la explotación de hidrocarburos, metales estratégicos y metales preciosos, hacen que muchos países que se proclaman paladines de la defensa de los derechos humanos pasen de puntillas frente a los crímenes que se denuncian todos los días.
El ejemplo más próximo es lo que acaba de suceder en Túnez. Después de los desórdenes que comenzaron el 17 de diciembre pasado por parte de un pueblo harto de la corrupción, los robos a plena luz del día y los atropellos por parte de Zine el Abadine Ben Ali y su esposa Leila Trabelsi y familiares, las protestas lograron que el dictador se fugara no sin antes retirar del banco una tonelada y media de lingotes de oro por valor de 46 millones de euros.
Los países que componen el norte de Africa, conocido también como el Magreb, fueron, en algún momento, colonias de países europeos, y todos ellos están bajo severas dictaduras. El primero en haber logrado sacudirse un gobierno inclemente de 23 años ha sido Túnez, porque el pueblo salió a la calle a hacer frente a cuerpo gentil a las armas de la policía, gigantesco escuadrón de la muerte al servicio de Ben Ali, mientras el ejército se mantuvo al margen de la represión. El resultado, al menos parcial, es de 120 muertos y 90 heridos.
El dictador huyó el pasado día 14 y, hasta el momento, ninguno de los países europeos, especialmente Francia, que lo ocupó colonialmente hasta 1956, año en que Túnez logró su independencia, ha pronunciado una sola palabra. Peor aún, Francia, en un episodio que no ha sido suficientemente aclarado, ofreció su policía para apoyar, por lo menos logísticamente, a la policía del dictador que llevaba adelante su inmisericorde represión.
El país que sí habló fue Grecia a través de su primer ministro Yorgos Papandreu, actual presidente de la Internacional Socialista, organismo que agrupa a todos los partidos socialistas del mundo y del que el partido de gobierno de Túnez, Reagrupamiento Constitucional Democrático, era miembro. Por el momento todos siguen guardando silencio. Uno de los pocos que levantan la voz es el (¿rey? ¿presidente? ¿primer ministro? ¿emperador?) de la vecina Libia, Muammar el Gadafi, que gobierna el país desde 1969 y que está dispuesto a hacer lo imposible para que la experiencia democrática de Túnez fracase. Por hechos anteriores sabemos que Gadafi es capaz de hacer cualquier cosa.
Volviendo al ejemplo inicial, Anastacio Somoza García murió asesinado el 21 de setiembre de 1956. La comunidad internacional se unió al duelo: el papa Pío XII envió su bendición a la viuda Salvadora Debayle. El cardenal de Nueva York Joseph Spellman le escribió al hijo mayor de Somoza; también enviaron sus notas de pésames el presidente Dwight Eisenhower y la reina Isabel II de Inglaterra. Numerosos jefes de Estado estuvieron presentes. Entre ellos Alfredo Stroessner de Paraguay y el arzobispo de Asunción celebró una misa de cuerpo presente en la residencia del dictador asesinado. En su funeral estuvieron presentes todos los obispos de Nicaragua.
No quiero pecar de pesimista -o quizá sea una muestra de optimismo-, pero era de esperar que Papandreu, como presidente de la Internacional Socialista, hubiera dicho del dictador tunecino Ben Ali: “Puede que sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
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