¿Obama el gran liberalizador?
Cuando el presidente Barack Obama anunció el pasado fin de semana que iba a dar orden a las agencias ejecutivas de desechar los reglamentos federales "desfasados" que "tengan incompatibilidades, que no valgan la pena o que sean simplemente estúpidos", y de garantizar que las nuevas normas utilizan los medios "menos onerosos" de alcanzar sus objetivos, la respuesta desde la derecha fue educada pero dubitativa.
"Esta directriz ejecutiva no es en absoluto una guerra a los números rojos", apuntaba el Competitive Enterprise Institute, destacando que replica una directriz de la era Clinton que ha estado presente en el reglamento todo este tiempo. Walter Olson, del Cato Institute, se mostraba impasible ante el único ejemplo de reglamento injustificado que puso Obama: una normativa de la Agencia de Protección Medioambiental que clasifica la sacarina como residuo peligroso. "Es casi como si su idea consistiera en elegir un reglamento tan poco relevante que no le importase a nadie de un modo u otro". Si el presidente es serio, editorializaba el Wall Street Journal, "va a ser una de las grandes reculadas legislativas de la historia estadounidense" — pero aconsejaba "mantener una postura escéptica".
No se puede culpar a los escépticos de no lanzarse a aclamar a Obama como el Gran Liberalizador.
Apenas corría la pasada primavera después de todo cuando el New York Times — en una crónica titulada "Con Obama, la regulación vuelve a ponerse de moda" — informaba del "drástico incremento de la promulgación de normativas" y cómo la administración "ha sacado adelante miles de obligaciones nuevas, al tiempo que también endurece su implantación". En octubre, un informe de la Heritage Foundation sobre "el torrente de regulaciones nuevas de Obama" llega a la conclusión de que el marco regulador federal crecía a un ritmo sin precedentes: Sólo en el ejercicio fiscal 2010, la administración había introducido 43 regulaciones importantes nuevas, a un coste anual para la economía en torno a los 26.500 millones de dólares, un récord.
Y aun cuando Obama promete rebajar el énfasis regulador, la Casa Blanca dice que el ObamaCare y la Dodd-Frank — las masivas leyes nuevas que reforman el sector de la sanidad y el sector financiero, que van a crear cantidades ingentes de instancias públicas nuevas y generarán centenares de regulaciones nuevas — no se verán afectadas. No tiene que ser un conservador desconfiado de Obama para suponer que el impacto de la directriz del presidente — en palabras del Times la pasada semana — "va a ser probablemente más político que sustancial".
Mucho más difícil de entender es la enardecida respuesta desde la izquierda.
Public Citizen, el grupo de presión anti-sector privado fundado por Ralph Nader, rechazaba frontalmente el llamamiento de Obama a restaurar "el equilibrio" en la legislación federal como "la forma equivocada de pensar en la regulación" y acusaba a la administración de "repetir los ganchos del sector privado". El blog War Room de la revista Salon decía que el llamamiento del presidente a examinar normas onerosas "suena a disculpa al sector de la empresa". Rena Steinzor, Directora del Centro para la Reforma Progresista, insinuaba que lo que necesita la nación no es menos regulación, sino más.
"Piense en todos los desastres que hemos sufrido el último par de años", se lamentaba en la radio pública. "El vertido de la plataforma Deepwater Horizon; el colapso de la mina Big Branch; la salsa de cacahuete con salmonelosis; vehículos Toyota que aceleran de repente; trazas de cadmio en la joyería infantil. Lo que está viendo es el fracaso estrepitoso de un marco de regulación".
Eso puede ser convincente para alguien que parta de la promesa simplista de que los desastres están provocados por una supervisión gubernamental insuficientemente agresiva. Pero si más regulación es la respuesta adecuada a cada debacle corporativa o catástrofe del mercado, entonces por definición nunca vamos a tener el suficiente control por parte del gobierno.
Mientras haya seres humanos, habrá colapsos, imprudencias y errores garrafales. Es engañoso imaginar que siempre nos vamos a poder proteger con otro "zar" federal o con una regulación más estricta. Zares y agentes reguladores – al igual que los políticos que les dan competencias — no son más honestos ni infalibles que cualquier hijo de vecino, y el perjuicio causado por sus fallos, imprudencias y errores garrafales puede ser devastador. Por poner un único ejemplo, piense en todas las dificultades económicas que se podrían haber evitado los últimos años si el gobierno no hubiera flexibilizado deliberadamente la disciplina del mercado inmobiliario en aras de extender el régimen de propiedad del domicilio particular.
"Hacia el año 2010", escribe el ex senador y magistrado del Tribunal de Apelaciones James Buckley en un nuevo libro, "el Reglamento Federal constaba de 225 tomos que albergan 35.367 páginas de regulaciones detalladas y notas al pie". Más de 4.200 normativas propuestas están actualmente a la espera de implantarse en las agencias federales. Según un estudio encargado por la Administración del Sector de la Pequeña Empresa, la factura anual del reglamento federal sobrepasa con creces los 1,75 billones de dólares — y eso en el ejercicio 2008. Hay muchas formas de caracterizar la relación entre los estadounidenses y su administración. "Liberalizada" no es una de ellas.
El llamamiento del presidente a restaurar el equilibrio regulador es alentador, al margen de lo horrorizado que pueda dejar a sus críticos entre la izquierda. En cuanto al resto de nosotros, esperaremos a ver de primera mano lo que quiere decir.
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