Viajar como Montaigne
Las vacaciones son un tiempo propicio para viajar. Muchos lo hacen. Al exterior o dentro de nuestro país (grande y diverso). Se puede viajar bien o mal. Buscando enriquecimiento personal o arrastrando las rutinas. Resulta apropiado recordar al gran humanista francés Michel de Montaigne (1533-1592), definido por alguno como "un pensador en movimiento". Su vida y su obra (la principal, los monumentales Ensayos ) estuvieron inmersas en una época, como la nuestra, turbulenta y cambiante.
De los Ensayos extraigo algunos párrafos que nos aconsejan que, si viajamos, conviene que lo hagamos con el propósito asumido de ampliar nuestras perspectivas y salir de nuestras pequeñas burbujas localistas. Esto era válido para Montaigne y lo es, más aún, para nosotros, que nos beneficiamos con una fabulosa capacidad de desplazamientos que aquél -que sólo era un hombre "de a caballo"- no tenía.
Montaigne se abre a lo distinto y lo acepta, criticando la soberbia provinciana de muchos de sus paisanos. Ante todo, una actitud de respeto ante costumbres y culturas distintas. "No comparto el error común que consiste en juzgar al otro a partir de lo que yo soy -dice-. Creo, sin dificultad alguna, que hay cualidades diferentes de las mías (?) Concibo y estimo como buenas a mil maneras opuestas de vivir."
Esto empieza por las comidas. "Cada costumbre tiene su razón. Ya sean platos de estaño, de madera, de barro, cocido o asado, manteca o aceite de nuez o de oliva, caliente o frío, todo me es igual (?) Cuando he estado fuera de Francia y por cortesía hacia mí me han preguntado si quería que me sirvieran a la francesa, me he burlado, lanzándome siempre a las mesas más repletas de extranjeros." Atracción por lo diferente. Nada, entonces, de desprecio pueblerino hacia gastronomías distintas de las nuestras y de añoranzas del bife de chorizo con papas fritas.
¿Y las costumbres? "Me avergüenzo cuando veo a nuestros hombres invadidos por esa manía de escandalizarse por las formas contrarias a las suyas: les parece estar fuera de su elemento cuando están fuera de su pueblo -dice-. Vayan donde vayan, se aferran a sus maneras y abominan de las extranjeras. Si se encuentran a un compatriota en Hungría, celebran esta casualidad: helos ahí aliados y unidos para condenar tantas costumbres bárbaras como ven. ¿Cómo no van a ser bárbaras si no son francesas?"
En cuanto a la "viveza", nos damos cuenta, leyendo a Montaigne, de que los franceses de su época se creían, como nosotros, sus exclusivos poseedores: "Y son además los más listos, pues las han descubierto [a las costumbres de los otros] sólo para poder criticarlas".
Condena a los que "viajan cubiertos y apretados con una prudencia taciturna e incomunicable, defendiéndose del contagio de un aire desconocido (?)".
En suma, una apología del viajar con el espíritu dispuesto, pues sólo así se incorporan conocimientos y experiencias. De ese modo, podremos ver aquello que es distinto de lo nuestro como una manifestación de la riqueza de lo humano, que nos apela no sólo desde lo semejante sino también desde lo diferente y hasta desde lo opuesto. No para que lo adoptemos irreflexivamente, sino, simplemente, para que se amplíe nuestra comprensión. Si viajamos así, estaremos haciéndolo como lo hacía Montaigne.
© La Nacion
- 23 de enero, 2009
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