Son precisamente aquellas falsas promesas de antaño («La Democracia es la mejor garantía para nuestro futuro», llegó a decir a principios de los 80) las principales reivindicaciones que hoy amenazan con sacarle del poder a la fuerza: «Mañana vamos a volver, y pasado mañana, y al otro… y seremos como olas hasta que barramos a este régimen podrido», declaraba hace unos días un miembro de la Asociación Nacional de Derechos Humanos de Egipto.
Los egipcios se han hartado o han olvidado el tono conciliador y dialogante que adoptó el presidente en sus primeros años de gobierno, con «su» Democracia, sus medidas para mantener las subvenciones a los productos de primera necesidad suprimidos por Sadat, su política de acercamiento a los países árabes y los acuerdos, al mismo tiempo, con Estados Unidos (de quien recibía dos billones de dólares al año) y, sobre todo, con su campaña contra la corrupción que en los últimos años de la década de los 70 había favorecido el enriquecimiento de los negocios locales y era la principal causa de desprestigio del régimen entre la opinión pública.
En estado de excepción desde 1981
Poco duraron las promesas de este «régimen podrido» que comenzó a fraguarse instantes después de la muerte de Sadat con la proclamación de un estado de excepción que, treinta años después, aún permanece vigente. Una herramienta de control popular y estatal que Mubarak ha ido renovando desde entonces cada dos o tres años bajo el pretexto de combatir el terrorismo islamista, y que le ha permitido perpetuarse en el poder no dos, ni tres, sino hasta cinco mandatos.
Poco importa que la norma haya sido criticada internacionalmente por organizaciones defensoras de derechos humanos, que aseguran que, desde 1981, ha sido utilizada para la detención arbitraria e indefinida de disidentes políticos, bloggers y cualquier miembro de la limitada oposición, así como para permitir que cientos de ciudadanos hayan sido y sean torturados. ¿Cuántos estados de excepción duran 30 años?, se preguntan los egipcios.
Mubarak, aquel desconocido
Hasta que fue elegido presidente, con 52 años, se puede decir que Mubarak era casi un desconocido para el pueblo, eclipsado por la figura de Sadat. La prensa le describía como un militar «taciturno y reservado», «austero, serio, casi falto de humor», que no tenía «ni la imaginación, ni la audacia, ni el carisma» de su mentor, pero que era «mucho más cauteloso, estable y realista», y que, sobre todo, estaba respaldado por el Ejército:
«Es popular en el Ejército. Pero menos en el pueblo», aseguraba ABC.
Pero ni eso fue impedimento ni las diferencias no son tantas. La experiencia de Egipto es un claro ejemplo de cómo la adopción de un régimen «democrático» no implica necesariamente un cambio en la naturaleza autoritaria del poder. Desde Nasser hasta Mubarak, pasando por el asesinado Sadat, los tres presidentes que han gobernado el país desde 1956 han utilizado diferentes recursos para reforzar su control del sistema como, además del control del aparato estatal y el Ejército, las alianzas con los sectores emergentes o la creación de una red clientelar.
Todo esto le ayudó a reforzar su control del sistema y a manejar el sistema electoral a su antojo para ganar, nunca por debajo del 70% de los votos a favor, los cuatro primeros referendos que convocó: 1987, 1993, 1999, 2005 y 2011. En ninguno de ellos permitió la supervisión de los observadores internacionales, lo que no impidió que afloraran numerosas denuncias de ONG´s por la compra de votos, la prohibición del acceso a los colegios electorales a los representantes de la oposición y los continuos pucherazos. E incluso, el año pasado, se hizo caso omiso de alguna sentencia del Tribunal Supremo Electoral.
Reformas tardías
Hoy el presidente está acorralado. El pueblo quiere que se vaya y el mismo
Ejército que le alzó al poder ha comenzado a darle la espalda, asegurando que no emplearía la fuerza contra la macromanifestación de hoy. Y por primera vez desde 1981, ha reconocido ser «consciente de las aspiraciones populares en favor de más democracia». Pero ni eso, ni la media docena de pequeñas reformas decretadas, parece que vayan a tener el efecto salvavidas que él espera.