De democracias y totalitarismos invertidos (I y II)
El Imparcial, Madrid
La politóloga argentina María Matilde Ollier publicó en La Nación un excelente artículo donde, a propósito de la ley 26.571 que dispone elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias para los cargos de presidente, vicepresidente y legisladores nacionales, utiliza el concepto de “democracia invertida”.
Con este concepto Ollier hace referencia a un sistema donde, opuestamente a lo que debería esperarse de una democracia constitucional donde las reglas y las instituciones “delimitan y establecen los términos de la lucha por el poder”, es esta misma lucha por el poder y su virtual resultado lo que definiría “el cumplimiento, el cambio o la violación de las reglas”. De ahí, continúa, la debilidad e inestabilidad institucionales que se advierten a diario en la Argentina, que no pueden sino generar una permanente incertidumbre.
Casualmente, al momento de publicarse este artículo, concluía por mi parte la lectura del libro Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarism (versión en español por Katz bajo el título de Democracia S. A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido). Su autor es Sheldon S. Wolin, profesor emérito de Princeton y uno de los máximos exponentes de la teoría de la democracia participativa, quien alcanzara amplia notoriedad tras la edición de una obra célebre para la ciencia política: Politics and vision (Política y perspectiva). Si bien Managed Democracy es en concreto una crítica contundente a la administración de George Bush y, especialmente, al rumbo que adoptara la política norteamericana tras el atentando a las Torres Gemelas, se diría que su alcance es mucho mayor por cuanto constituye un severo y (si cabe la expresión) universalizable diagnóstico del funcionamiento de la democracia representativa: un sistema que, desde sus albores, fue pensado en clave solamente electoral (es decir, donde el rol del ciudadano se agota prácticamente en los comicios) pero que habría degenerado en una nueva categoría de régimen político que Wolin denomina “democracia dirigida”, entendida como “la cara sonriente” de lo que es la construcción teórica principal del libro: el “totalitarismo invertido”.
En una próxima entrega podré extenderé sobre esta construcción que Wolin considera todavía “tentativa e hipotética” pero aun así descifrable a la luz de la obsesión por el control, la supremacía y la intolerancia hacia la oposición que son actualmente tendencias dominantes en numerosos países formalmente tenidos por democráticos, con elecciones libres (aunque maleables), congresos funcionando y garantías constitucionales, ignorados sin embargo por un ejecutivo “agrandado” o mejor un tipo de gobierno autónomo, distanciado de una ciudadanía desalentada y parcialmente cómplice, que merecería tacharse de “irrepresentativo o clientelista”. De momento, lo que me interesaba poner de realce es la familiaridad entre los conceptos de Wolin y Ollier, alusivos ambos a una tergiversación de la democracia que, tanto en su versión “invertida” como “dirigida”, y bajo la apariencia de no haber sido suprimida, se revela más bien como su antítesis o, en palabras de Wolin, como “una antidemocracia que no se atreve a decir su propio nombre”.
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Decíamos la semana pasada que el concepto de totalitarismo invertido había sido propuesto por Wolin en clave “tentativa e hipotética” pero con referencia principalmente a la gestión de George W. Bush y a las políticas de seguridad implementadas en los Estados Unidos tras el fatídico 11 de septiembre. En lo que sigue pasaré por alto esta referencia (la cual, desde un enfoque “participacionista” como el de Wolin, alcanza en rigor a varios aspectos del sistema político norteamericano) para detenerme tan sólo en uno de los elementos constitutivos de su formulación que afecta, me parece, a no pocas democracias hoy degradadas por el afán de control, la manipulación electoral, el avance del Ejecutivo por sobre los otros poderes del Estado, la intolerancia hacia la oposición y la despolitización de los ciudadanos.
Como es sabido (y Wolin acierta en recordarlo), siempre ha sido parte del credo totalitario la afirmación de que la política se reduce a una cuestión de “voluntad” o “determinación” en el uso del poder con el objeto de reconstruir la realidad (una receta segura, acota nuestro autor, para perder contacto con ella). Sin embargo, en la versión “invertida” del totalitarismo esta afirmación va de la mano con la defensa de los valores democráticos, del imperio de la ley y de las instituciones de la Constitución que, al cabo, hacen las veces de “mistificaciones” que permiten al gobernante de turno “crearse un linaje ficticio que lo legitime”, lo que me lleva a pensar que al menos este aspecto de lo que Wolin considera la construcción principal de su libro resulta aplicable a varios países (así en Latinoamérica, por ejemplo) donde, aun con distintos grados de materialización, la combinación aparentemente excluyente entre el ejercicio efectivo del poder y un imaginario antitético que lo justifica se revela claramente a la vista.
He ahí, acaso, una de las razones por las cuales deberíamos preguntarnos, como nos insta a hacerlo Wolin, “qué pierde la democracia a manos del totalitarismo invertido y si estamos dispuestos a entregar nuestros derechos naturales a cambio de un plato de lentejas”.
El autor es politólogo argentino.
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