El pueblo es como el champán
Pensaba en estos días que la crisis de Egipto y de otros pueblos árabes debería estar haciendo temblar a los dictadorzuelos demócratas de nuestra América mestiza, esos que se han servido de la democracia para hacerse con el poder con la intención de nunca más dejarlo, por el bien de su pueblo, por supuesto, que no siempre los entiende. No me refiero –lo aclaro por las dudas y porque sé que hay quienes los confunden– ni al presidente del Ecuador ni a la presidenta argentina.
Hosni Mubarak o Ben Alí eran demócratas hasta hace cuatro días. Pero demócratas de esos de partido único y elecciones de una sola foto, ¿para qué hacen falta más? Republicanos de la gigantografía y el bronce estatutario. Líderes idolatrados por sus millones de empleados, por sus fuerzas armadas, pero armadas de verdad para que no protesten. Presidentes venerados por los empresarios socios del poder, de esos que les comparten generosamente sus ganancias. Gobernantes bien regalones de todos sus admiradores, a los que quieren con locura sin percatarse de que lo importante es que el pueblo los quiera a ellos. Déspotas y tiranos al fin, esponjosos a la adulación de sus chupamedias y de súbditos por obligación y a palos. Son los santos de una religión de mentira que reza solo por ellos en las plazas de Tianamen de todas las capitales del mundo.
Sorprende que las potencias de Occidente no hayan dicho ni mu en los últimos 40 años sobre las dictaduras a las que ahora acusan de 40 años de dictadura. Les reclaman transición urgente y pacífica al mismo tiempo que los dejan solos y se llevan hasta los últimos muebles de sus embajadas. Eso no está bien. Pero no está bien porque lo hacen en fraude al pueblo sojuzgado por los tiranos que ellos mismos contribuyeron a sostener o por lo menos toleraron.
Al final es ese pueblo, cansado de sus déspotas –y sobre todo los jóvenes, que se cansan antes– los que provocan estas mareas incontenibles de la política en todo el mundo. Y aclaro que son tan incontenibles como impredecibles: tengo en mis manos el número de fin de año de The Economist con todas las predicciones para el 2011. No hay ni media palabra sobre la más mínima posibilidad de un conflicto en Egipto, Túnez, Yemen o Jordania.
La lección que deberíamos aplicarnos en nuestra América es esa que dice sabiamente que la realidad no es blanca o negra: es gris. O mejor: multicolor. El bien y el mal están mezclados en este mundo. Por eso todo integrismo es injusto, pero sobre todo es una actitud errada ante la realidad. Además, lo que antes era un bien para unos puede convertirse en mal para ellos mismos y al revés. Para conseguir los mejores objetivos muchas veces hay que aceptar la posición contraria, cambiar puntos de vista y ceder ideales con el ánimo de recuperarlos más adelante. Otras veces hay que buscar fines intermedios, o dar objetivos por perdidos y también aceptar que estábamos errados. La cerrazón del testarudo no lleva a ninguna parte. Cambiar no es una señal de debilidad. Todo lo contrario: la debilidad se muestra cuando los gobernantes se sientan en la retranca y persisten en sus trece. Cuando no se hacen los cambios que es evidente que hay que hacer. Cuando no se cambia solo para no dar señales al enemigo. Cuando el poder se vuelve rehén de quienes no les conviene que cambie porque lucran con el enfrentamiento.
Hay varias maneras de abrir una botella de champán. Se la puede degollar con una espada como dicen que hacen los oficiales de caballería franceses desde la época de Napoleón. Confieso que alguna vez he intentado esta manera brutal pero bien divertida de arruinar una botella y su contenido. También se la puede abrir con las manos, como hacen los saloneros experimentados, que tapan la operación con una servilleta de buen tamaño y consiguen la explosión celestial del corcho al salir de su prisión. Pero hay otra más, que es la metáfora perfecta para describir lo que pasa cuando se abusa de la paciencia del pueblo: cuando se agita la botella, el tapón sale despedido con tal fuerza que hasta deja marcas en el techo.
Eso es lo que está ocurriendo en Túnez, en Egipto o en Yemen. Pero en nuestra América no es una novedad porque por suerte sus pueblos se agitan bastante más rápido ante las desmesuras de sus gobernantes. Es una de las grandes fortalezas de la América mestiza que ahora se está contagiando en el resto del mundo. Y se está convirtiendo en el modo más democrático de terminar con los déspotas que se las dan de demócratas.
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