Colegas y competencia
Desde el pasado 8 de febrero tenemos una nueva colega. La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, nos hace la competencia con una columna semanal en por lo menos 170 periódicos brasileños.
Unas vienen y otras se van, como ocurrió hace unos años con una colega que dejó la profesión con miras a ser reina de España. Y así se renuevan y refrescan los equipos, periodistas al gobierno y gobernantes al periodismo.
Lo bueno de la columna de Dilma es que se conformará con las respuestas a tres preguntas de lectores. Y eso está bien, como está bien que los presidentes hagan conferencias de prensa y respondan a las preguntas de los periodistas, que son las que resumen las inquietudes de la gente.
Porque, aunque a algunos presidentes no les guste o pretendan ignorarlo, la gente, la opinión pública, en su inmensa mayoría, se informa a través de los medios de comunicación. (El ex presidente Lula, extasiado de poder y de sí mismo, llegó a decir que los medios de comunicación no eran necesarios y a afirmar textualmente: “Nosotros somos la opinión pública”).
Pero cada vez que a algún presidente le sobra tiempo y lo dedica al periodismo, vuelve al tapete una cuestión que para algunos parece cosa juzgada, pero que no es tan así: se trata de “la libertad de expresión” de los presidentes en particular, y de los hombres públicos en general.
Por supuesto que cuanto más autoritarios y menos respetuosos son de la libertad de expresión los presidentes –léase Chávez, Correa, Kirchner, Morales, Ortega– más reclaman el uso de ese derecho, ellos que usan y abusan de todo lo que tienen a mano.
Pero lo que importa es que por un lado una gran mayoría de presidentes democráticos sienten que gozan de esa libertad al igual que cualquier ciudadano y que, por el otro, ello no se les cuestiona, sin analizarse si efectivamente es así.
Y en realidad no es tan así. A los funcionarios públicos, a los que los ciudadanos han delegado transitoriamente su poder, se les ha cedido facultades especiales, privilegios y poderes mayores que los que gozan el resto de los ciudadanos, pero al mismo tiempo se les impone limitaciones. Pueden hacer más cosas que el resto de sus conciudadanos, pero con restricciones.
Aquello de que todo lo que no está prohibido está permitido es así para los ciudadanos comunes, pero no para muchos funcionarios.
Los militares, en la gran mayoría de los países, no pueden hacer declaraciones e incluso actuar en política; ¿la libertad de expresión no rige para ellos?
Pero también esa libertad está restringida para jueces, quienes no se pueden referir a temas que luego puedan ser dilucidados en los estrados judiciales, o a asuntos políticos.
Los directores de empresas estatales tienen vedado no solo hacer declaraciones, sino tener actividades políticas y de otro tipo, incluso por periodos que van más allá del término de su cargo político.
Un presidente no puede decir que tiene los mismos derechos (¿y privilegios?) que un ciudadano común. Hay algunos que lo dicen, incluso insultan, rodeados de custodios que los protegen, dan órdenes a los jueces, se hacen los malos y se abren la camisa.
¿Puede hacer todo eso un ciudadano común? ¿Tienen fueros los ciudadanos comunes o los periodistas, como lo tienen los senadores, diputados o los presidentes?
Pero, además, es de sentido común: los presidentes no pueden decir lo que quieran. Yo puedo escribir que “según los analistas Lula estuvo ‘pícaro’ y le dejó algunos temas calientes a Dilma: juzgar a los militares y una eventual devaluación”, y no pasa nada. Ahora, si algo así lo escribe la Presidenta en su próxima columna, les puedo asegurar que Brasil pasa a ser noticia y a Dilma se le complica la vida y deja de ser periodista.
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