Argentina: Uso y abuso de la historia
En los últimos siete años es fácil advertir el esfuerzo de algunos por reescribir, a su gusto y paladar, algunas páginas de nuestra historia. Los constantes ataques contra Julio A. Roca son un ejemplo de esto. La parcialidad en la descripción de lo efectivamente sucedido en la tragedia argentina de los años 70, otro.
Ocurre que, como sostiene la historiadora canadiense Margaret MacMillan, "la historia puede ser útil, pero también peligrosa. Por ello es sabio mirarla no como una pila de hojas muertas o como una colección de cosas polvorientas, sino como una pileta, a veces benigna y otras veces sulfurosa, que yace bajo el presente estructurando silenciosamente nuestras instituciones, nuestras formas de pensar y nuestros gustos y disgustos".
Pese a que normalmente tendemos a mirar más hacia el futuro que hacia el pasado, la historia puede ser usada de muchas maneras. Incluso para justificar el presente. Algunos líderes políticos suelen recurrir a la historia para definir y fortalecer sus propias visiones y personalidades. Así, Stalin, en su ansia por fortalecer su propia dimensión, solía compararse con Iván el Terrible y con Pedro el Grande. Saddam Hussein se veía -a la vez- parecido a Stalin y a Saladino. El último s ha de Irán creía tener alguna identidad con Ciro y Darío. Y hasta Mao llegó a establecer sus propios paralelos con el emperador Qin, aquel que unificara a China doscientos años antes de Cristo. Entre nosotros, los esfuerzos de algunos por tratar de mimetizarse con los líderes populistas del pasado reciente son constantes y, a veces, hasta casi ridículos.
Los políticos autoritarios, que no obstante saben bien cuál es la verdad, suelen recurrir a la deformación tendenciosa de la historia para tratar de justificar sus conductas. Lo hizo Robespierre en tiempos de la Revolución Francesa. También Pol Pot, en la martirizada Camboya, en los 70. Y el mencionado emperador Qin, de China, que llegó a ordenar la destrucción de todos los documentos históricos y decidió enterrar a los historiadores que pudieran recordarlos, antes de escribir su propia "historia oficial". Luego, ya en tiempos del colectivismo, vendría la tremenda Revolución Cultural de los Guardias Rojos, que imitó ese duro proceder. La mágica Ciudad Prohibida, en Pekín, se salvó de la destrucción porque Chou En Lai, a último momento, decidió protegerla. Hoy, las más altas autoridades chinas reciben allí -entre muros milenarios- a sus visitantes más importantes con un protocolo que, con frecuencia, adquiere perfiles cuasi imperiales.
Las deformaciones caprichosas de la historia son condenables, porque nadie es dueño de la historia, que a todos nos pertenece. Por esto, no debe deformarse la "memoria colectiva" que tan bien definiera Maurice Halbwachs reemplazándola por una "memoria selectiva", tramposa. Ni puede entonces aprobarse la distorsión, deconstrucción o falsificación consciente de la verdad.
Las opiniones distintas son siempre legítimas. Pero el ocultamiento o falsificación de hechos o verdades no lo es. Cuando los ideólogos manipulan la historia, sus páginas parecen transformarse en profecías con las que, con frecuencia, se alimentan resentimientos, conflictos y enfrentamientos, en lugar de impulsar la reconciliación y la unión de una nación.
Como la historia es, en rigor, siempre un proceso, contiene lecciones y sugiere opciones. Los esfuerzos por extraer de ella respuestas únicas y definitivas, aptas para ser utilizadas en cualquier momento o circunstancia, suelen equivocarse. Porque todo tiene matices y evoluciona; las sociedades, también.
Aquello de que "la verdad padece, pero no perece" no debe olvidarse nunca. Más allá de las circunstancias temporales. Nadie es dueño único del pasado, todos lo somos. Por esto, precisamente, es que no existe el derecho a deformarlo o adulterarlo.
Es cierto, hay veces en las que, de pronto, conocer la verdad histórica puede tener consecuencias duras y hasta imprevisibles. La Unión Soviética no pudo ciertamente sobrevivir a las revelaciones de su triste pasado estalinista cuando Mikhail Gorbachov las pusiera en evidencia como resultado, quizá no querido, de su glasnot . El peso de todo lo que significó el Gulag y la revelación de los vergonzosos acuerdos de Stalin con Hitler, así como la confirmación del asesinato de miles de oficiales polacos en 1939, fueron imposibles de digerir por parte de una sociedad que debió cambiar de rumbo.
Los tiempos de la historia suelen tener una cadencia propia. Tratar de alterarlos es una audacia que no siempre funciona.
© La Nacion
El autor fue embajador argentino ante las Naciones Unidas
- 28 de diciembre, 2009
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- 25 de noviembre, 2013
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