El crepúsculo de las dictaduras unipersonales
Hoy llamamos dictadura al mando absoluto de una persona con pretensiones vitalicias. Al principio, sin embargo, no fue así, porque en tiempos de la República romana se llamó dictador al ciudadano a quien el Senado le otorgaba el poder absoluto por seis meses, en tiempos de emergencia. En su origen, pues, la dictadura era una institución compatible con las instituciones republicanas, parecida al "estado de sitio" que nuestro Congreso puede declarar, no para "condenar" sino para "salvar" a la república si ella se encuentra amenazada.
La dictadura romana era, por definición, breve. El excelso ejemplo del dictador romano fue el legendario Cincinato, un general retirado a quien el Senado convocó para salvar a la república frente a una invasión externa. Antes aun de que se cumpliera su plazo de seis meses, Cincinato venció a los invasores y devolvió el poder al Senado, para volver a cultivar su chacra de dos hectáreas. La institución de la dictadura fue falsificada sin embargo por Julio César, quien en el año 44 a.C. obtuvo el cargo de dictador perpetuo , vitalicio, un logro escandaloso que cesó en este mismo año cuando un grupo de ardientes republicanos le arrancó la vida en el Senado.
Por eso, en nuestro tiempo llamamos dictador a quienquiera que asuma el poder absoluto con pretensiones vitalicias y a quienquiera que, al hacerlo, aspire a superar la contradicción entre su aspiración a la inmortalidad y la realidad muchas veces trágica de su mortalidad. Siendo sólo hombres y, por lo tanto, "mortales", todos los dictadores antiguos y modernos han pretendido ser "dioses", es decir, inmortales, en flagrante rebelión contra la naturaleza humana. En estos días, diversos dictadores de Medio Oriente, desde el tunecino Ben Ali hasta el libio Khadafy, pasando por el egipcio Mubarak, han sido embestidos por revoluciones populares. Esta seguidilla de conmociones políticas, que también afecta a otros gobernantes absolutos en Bahrein, Yemen, Marruecos y más allá, obliga a preguntarse si, como César antes que ellos, aunque sin su lucimiento, unos dictadores tras otros están cayendo en nuestros días ante el incontenible impulso democrático de sus pueblos en un movimiento que, conmoviendo hasta el teocrático Irán y la comunista China, está adquiriendo una irradiación universal. En 1876, Richard Wagner dio a conocer una de sus óperas más famosas, El crepúsculo de los dioses . ¿Podríamos hablar, ahora, del crepúsculo de los dictadores ?
Mortales e inmortales
El pecado capital fue, para los griegos, la hybris o desmesura. Fue el típico pecado de los poderosos, a quienes los dioses de la tragedía griega ponían en su lugar humano, y no en el lugar sobrehumano al que aspiraban, mediante incontables sufrimientos. De César a nuestros días, la hybris ha sido el pecado de los dictadores, con su hambre irracional de ser dioses. Ben Ali, Mubarak y Khadafy lo han cometido. Otros dictadores dentro y fuera del mundo árabe, que también lo cometieron, están en lista de espera.
De Santo Tomás de Aquino a John Locke, la doctrina occidental les ha reconocido a los pueblos el "derecho de resistencia a la opresión". ¿Cuál es el factor que ha actualizado hoy, dramáticamente, este antiguo principio? La revolución de las comunicaciones . Según lo han explicado Alberto Arébalos y Gonzalo Alonso en un reciente libro, La revolución horizontal (Ediciones B, Buenos Aires, 2009), la revolución de las comunicaciones, que encarnan innovaciones como Google, Facebook, Twitter y otras semejantes por Internet, es horizontal porque no liga sólo a los emisores con los receptores de la información, como hasta ahora, sino también a los receptores entre ellos, y por eso su revolución se llama "horizontal", porque ahora los pueblos se comunican, gracias a esta revolución, consigo mismos . Gracias a esta revolución, los tunecinos, egipcios y libios se han conectado al margen de sus despóticos gobiernos. Gracias a ella, se están conectando los chinos y los iraníes, lo que refleja la aspiración universal a la democracia.
Aunque todos los hombres somos mortales, aspiramos a alguna forma de inmortalidad en la otra vida y esta motivación trascendente fue recogida por las religiones. Por debajo de ellas, sin embargo, los dictadores aspiran a la inmortalidad en esta vida . Pueden alcanzar, si tienen éxito, cierta longevidad política, pero no, de seguro, la inmortalidad. ¿No hay, entonces, ningún régimen político que pueda aspirar a la inmortalidad? Sí, lo hay. Es la democracia, porque sus mandatarios no la persiguen mediante su propia inmortalidad "biográfica", sino mediante una sucesión interminable de ciclos cortos, de pocos años cada uno. La historia prueba que democracias como la inglesa, de más de 300 años de vida, y la norteamericana, de más de 200 años, han llegado a cifras centenarias mediante la humildad sucesiva de gobernantes "cortos". La inmortalidad política institucional se logra en ellos y en otros como ellos a cambio de la renuncia a la inmortalidad política personal.
Chávez, Putin y nosotros
Cuando se difundió el rumor de que Khadafy podría buscar refugio en la dictatorial Venezuela, el aliento de las revoluciones populares comenzó a recorrer nuestra región donde, aun siendo minoritarios, aún existen dictadores con aspiraciones vitalicias como Correa en Ecuador, Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua y, por supuesto, Chávez. Al igual que los dictadores árabes, también su destino está marcado. "Largos" en términos biográficos, los dictadores latinoamericanos serán "cortos" en términos históricos. Aunque teóricamente neutral, pero en los hechos ultrakirchnerista, nuestra agencia Télam mostró la hilacha en estos días al ignorar olímpicamente lo que le pasaba a Khadafy. De ahí que una pregunta se vuelva urgente: ¿cuán dictatorial, cuán chavista, es la herencia de los Kirchner?
En Rusia se ha venido desplegando un régimen semidictatorial en función del cual, en tanto Medvedev "explica" y "habla" en cuanto presidente, Putin "manda" y "decide" en cuanto ex presidente y actual primer ministro. No otra era la división de funciones entre Néstor Kirchner, que decidía y mandaba como ex presidente y supuesto futuro presidente, y Cristina Kirchner, que explicaba y hablaba como presidenta, en tanto que ambos compartían una pretensión vitalicia. Esta fórmula de la "semidictadura", ¿hasta dónde quedó alterada el 27 de octubre, con la muerte de Kirchner? ¿Hasta dónde puede continuar siendo la Argentina de hoy, todavía, rusa o chavista?
Los residuos dictatoriales subsisten en el seno del círculo íntimo que aún rodea a Cristina. Pero también subsiste a su lado la vocación democrática que alientan no sólo las fuerzas de la oposición, sino también el kirchnerismo blando de Daniel Scioli y algunos "barones" del conurbano. La puja interna entre la simiente republicana que se ha implantado cerca del propio gobierno a partir de la muerte de Kirchner y el ultrakirchnerismo será vital para la democracia argentina. Alentada por encuestadores pagos tan creíbles como el Indec, ¿intentará prolongar la Presidenta la línea chavista de su antecesor, ya sin la fuerza que juntos tenían? ¿O se resignará, al fin, frente a la vocación democrática de la mayoría de los argentinos? ¿La oposición se mostrará capaz de mover al país en dirección de una república democrática como las de Brasil, Chile, Uruguay, Colombia y México? Esta no es simplemente una pregunta. Es la pregunta que se cierne sobre nosotros, en este año crucial de 2011.
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