Una nueva muerte en la guerra contra las drogas
La muerte del agente del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos, Jaime Zapata, en el estado de San Luis Potosí el 15 de febrero, sacudió e indignó a la comunidad de los agentes del orden en este país. Para los mexicanos esto es parte del pan nuestro de cada día.
Los primeros indicios apuntan a que Zapata fue asesinado por miembros de un cartel de la droga mexicano conocido como "Los Zetas". De ser así, su muerte se sumaría a una estadística estremecedora. Los últimos datos disponibles del gobierno mexicano muestran que 87 militares mexicanos y 867 agentes de la ley fueron asesinados a manos de bandas de narcotraficantes entre 2006, cuando Felipe Calderón asumió la presidencia y marzo de 2009. No cabe duda de que las cifras han aumentado desde entonces.
Alrededor de 35.000 mexicanos han perdido la vida como consecuencia de la violencia vinculada al narcotráfico desde diciembre de 2006, 15.273 de ellos el año pasado. Para entender la magnitud de esta violencia, hay que tomar en cuenta que el equivalente per cápita en Estados Unidos bordearía los 98.000 muertos.
No es irracional sugerir que si Estados Unidos tuviera que hacer frente a niveles similares de muertes violentas, Washington se vería forzado a reconsiderar la conveniencia de una estrategia basada en la interdicción para combatir el narcotráfico. Pero el sufrimiento es al sur de la frontera, lejos de los ojos y las mentes de los estadounidenses y, por lo tanto, lejos de las preocupaciones de sus políticos. Mientras tanto, una burocracia estadounidense, que demanda miles de millones de dólares, dedicada a combatir esta guerra tiene escasos incentivos para ganarla o para cambiar de rumbo.
Las posibilidades de una "victoria" parecen cada vez menores. El problema es que el estado de derecho en cualquier sociedad libre emana de las normas y los valores de su cultura. Cuando se trata de transacciones voluntarias entre dos partes, el gobierno puede decir una cosa pero si la población no comparte ese punto de vista, no cumplirá con la ley.
El ejemplo más claro es la robusta cultura de la droga recreacional en Estados Unidos, fácilmente observable en la televisión, las películas y las artes. La edición de julio de 2008 de "Science Daily" informó sobre un estudio de la universidad de Nueva Gales del Sur, en Australia, que, utilizando cifras de la Organización Mundial de la Salud, informó que Estados Unidos tenía los mayores niveles de uso de cocaína y cannabis entre los 17 países estudiados. Los autores dijeron que alrededor de 16,2% de los estadounidenses han utilizado cocaína alguna vez en su vida, un nivel mucho más alto que el de cualquier otro país estudiado (el segundo nivel de uso de cocaína correspondió a Nueva Zelanda, donde 4,3% de los encuestados dijo haber probado cocaína). En Estados Unidos el uso de cannabis superó el 42%.
México tiene la mala suerte de situarse al lado de este lucrativo mercado. Tampoco ayuda que una vez que las drogas cruzan la frontera parecen llegar a los consumidores con facilidad. Como me dijo el entonces alcalde electo de Ciudad Juárez, Héctor Murguía, en una entrevista realizada en su casa el año pasado: "Necesitamos preguntarle a Estados Unidos cómo son un país en calma a pesar del alto nivel de consumo". O, para decirlo con menos delicadeza, quizás los jefes de los carteles lo arriesgan todo en la frontera porque saben que desde Mc Allen, en Texas, hasta Seattle, tienen el camino despejado. No es de extrañar, por ende, que los operativos de los agentes federales para atrapar a los asesinos de Zapata hayan capturado a 676 sospechosos de integrar los carteles mexicanos en Estados Unidos.
México ha tratado de explicar la cantidad de víctimas argumentando que 85% de los muertos eran integrantes de bandas de narcotraficantes asesinados por bandas rivales. Pero cuando más del 90% de los asesinatos en Ciudad Juárez (donde el año pasado fueron asesinadas más de 3.100 personas) siguen sin resolver, cuesta ver cómo se puede afirmar algo así. Lo que es más, decenas de miles de niños vulnerables han sido reclutados para trabajar en el narcotráfico, y algunos de ellos también son asesinados. Sus muertes no pueden ser ignoradas tan fácilmente, aunque hayan sido miembros de los carteles. Finalmente, incluso si las cifras del gobierno son correctas, nos quedan 5.250 víctimas inocentes, una cifra demasiado grande como para ser descartada como daño colateral.
¿Porqué debería pedírsele a los mexicanos que den sus vidas porque los estadounidenses tienen un apetito voraz por estas sustancias? Calderón ha hecho poco para plantear esta pregunta. En cambio, dice que la guerra se justifica porque ahora el consumo es un asunto a considerar en México. Pero los datos mexicanos no respaldan tal afirmación, como el ex ministro de Relaciones Exteriores de México, Jorge Castañeda, escribió en un trabajo publicado el 6 de marzo por el Instituto Cato. "Los usuarios de drogas se han incrementado de 307.000 a 464.000 en los últimos siete años (entre 2002 y 2008), lo que en un país de 110 millones de habitantes no equivale a un enorme problema de droga", escribió Castañeda.
El problema está al otro lado de la frontera y mientras haya enormes ganancias de por medio, no desaparecerá, sin importar cuántos Jaime Zapatas, estadounidenses o mexicanos, sean sacrificados.
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