Barak Obama en Chile: vino, saludó, escuchó y dijo poco
Santiago.- Después de oír el discurso para las Américas que Barak Obama pronunció en Santiago, es fácil que el observador se pregunte si acaso la decepción no será parte del sino político del presidente de los Estados Unidos.
Este es el mismo mandatario que al entrar a la Casa Blanca dijo que la crisis la iban a pagar los bancos, que cerraría Guantánamo y cambiaría por completo los ejes de la política exterior de su patria. El nivel de las expectativas que existían respecto al nuevo trato con la región que él iba a proponer en Santiago no era casual y había sido alimentado por distintos funcionarios del Departamento de Estado, como el propio subsecretario adjunto para Latinoamérica, Arturo Valenzuela. Fueron ellos quienes colocaron la valla muy alta, señalando que no era casualidad que habiendo transcurrido más de 50 años desde que el presidente Kennedy anunciara la Alianza para el Progreso, que abrió un estrecho y extraviado canal continental de reformas estructurales como alternativa de la revolución cubana, ahora el presidente Obama volviera a convocar a la región a un desafío de proporciones similares.
Por cierto no hubo nada de eso. Nada. El discurso de Obama fue una pieza retórica bien articulada, bien dicha, desde luego, inspirada en valores objetivos –cooperación, libre comercio, democracia, derechos humanos-, pero completamente intercambiable en las agendas diplomáticas. Si la intención era constituir un hito con estas palabras, no cabe la menor duda que el propósito no se consiguió. Es interesante, sí, que Washington hoy esté hablando de paridad más que de hegemonía o liderazgo al relacionarse con América Latina, pero la gran duda es si este cambio de lenguaje obedece, más que a un asunto de convicciones, a una pérdida objetiva de poder de la que sigue siendo la primera potencia mundial, actualmente atribulada por Afganistán, Irak, Irán, el Medio Oriente y una larga lista de problemas domésticos.
Si la visita del mandatario estuvo lejos de abrir nueva fase en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, su escala en Santiago sí comportó un fuerte reconocimiento a Chile y a la fórmula bajo la cual se ha estado modernizando en las últimas décadas. Los ejes de esa estrategia son cuatro: democracia política, economía de mercado, apertura externa y estado de derecho. Quizás no hay en la región otro país que la haya abrazado con tanta persistencia y convicción. Obama también destacó la pacífica transición chilena de la dictadura a la democracia y al hacerlo quizás no estaba pensando solo en naciones latinoamericanas sino también en el mundo árabe, donde la caída de varias autocracias abrió un horizonte cargado de posibilidades pero también de grandes incertidumbres.
No obstante que en términos de peso demográfico y económico Chile es un país que apenas califica en los tinglados internacionales, el presidente Obama quiso dar un franco espaldarazo a lo mucho que se ha construido en esta nación hasta hace poco tiempo desgarrada por un conflicto político insoluble. Chile fue posiblemente el país latinoamericano más lastimado por la guerra fría, el más herido por la revolución cubana, y en los años de Allende y Pinochet vivió dos décadas de constante confrontación y empobrecimiento. La nación se reencontró con su viabilidad económica ya muy entrados los años 80 y recién pudo sintonizar con la democracia en los 90.
Se dirá que el gesto de Obama no es nuevo, dado que los últimos tres presidentes norteamericanos ya habían visitado Chile. Pero en verdad lo habían hecho a partir de su concurrencia a foros internacionales que tuvieron como sede Santiago. Ahora fue distinto. Obama vino especialmente a Santiago, tal como en 1960 había venido especialmente en gira el presidente Eisenhower.
Tratándose de un país donde Estados Unidos cuenta con un nivel de simpatía atendible en rl mundo popular, a nivel de opinión pública e incluso en la izquierda moderada, y de una sociedad que ha convertido a los gringos casi un modelo –lo que se nota en los hábitos de consumo, en las formas de vida, en el desarrollo de las ciudades, entre otros planos- es una ironía que la visita de Obama no haya tenido proyección popular. El cerco de seguridad que lo rodeo fue tan férreo durante las 21 horas que duró su visita que se descartó todo contacto con la ciudadanía. El presidente ni siquiera se asomó a un balcón para saludar. Eisenhower hace 50 años entró en auto descubierto al centro de Santiago en medio de aplausos y de una lluvia de papel picado. Los tiempos, claro, han cambiado: ahora Obama apenas se dejó ver. Qué duda cabe que por ese lado también hubo frustración.
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