Con los ojos en Japón
Adonde mire, pienso en Japón. Siempre ha sido uno de mis países favoritos para visitar. He estado ahí un puñado de veces. Nunca ha dejado de asombrarme. Y ahora en esta cuádruple crisis –sismo, tsunami, amenaza nuclear y caos económico– no puedo dejar de admirar a los japoneses.
He pasado los últimos días viajando con el presidente Barack Obama por Brasil, Chile y El Salvador. Y a pesar de la terrible y peligrosa situación en Japón, y las revueltas en el mundo árabe, Obama no canceló ni postergó este viaje a América Latina.
Alguna vez, en campaña, Obama dijo que esta región era su prioridad y con esta visita lo demostró. Obama hizo lo que dijo. Pero aunque físicamente estábamos en Centro y Sudamérica, todos en ese viaje también teníamos los ojos puestos en Japón.
A pesar de la terrible tragedia que desbordó cualquier plan de emergencia del gobierno nipón, no ha habido robos ni saqueos. Tras los temblores en Haití y Chile sí hubo. Es comprensible el enojo y frustración con las empresas encargadas de las plantas nucleares en Japón. Pero el énfasis ha estado en cómo salir adelante y superar la amenaza nuclear, no en protestas masivas.
Aun en su pérdida, los japoneses han mantenido una estoica actitud. Yo no podría. Repito en mi mente la entrevista con una madre japonesa describiendo cómo la fuerza del tsunami le arrebató a su hija de sus manos. Estaba muy triste pero no lloraba. Esperaba, en cambio, encontrarla milagrosamente en algún refugio.
Ejemplos como ese se han repetido por miles. La entereza de los japoneses para enfrentar la tragedia raya en lo extraordinario. Y no me queda la menor duda que saldrán adelante. Lo hicieron después de la Segunda Guerra Mundial y lo volverán a hacer.
Lo único que me brinca es que un pueblo como el japonés –que vivió en carne propia las atrocidades de dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki– no haya actuado con más cuidado al construir sus plantas nucleares en zonas sísmicas, con reactores pegados unos a otros, y tan cerca del mar. Ellos sufrieron el poder destructivo del material nuclear y, sin embargo, se saltaron las reglas básicas del sentido común en su búsqueda de energía. Su orden no significa que sean perfectos.
Durante una vieja visita a Kamakura, me metí en la panza de un Buda gigantesco. Era un gaijin, un extranjero, e hice lo que calquier turista. Y eso mismo he hecho con cada viaje a Japón: tratar de adentrarme en lo que lo hace de Japón un lugar tan especial y único.
Sus sarariman, asalariados, ya no son empleados por una misma empresa toda su vida pero igual dedican 14 y 16 horas diarias a su trabajo, incluyendo sábados. Y desde luego, se nota. Sus metros y trenes están llenos de hombres y mujeres durmiendo y que, como si tuvieran un reloj interno, se despiertan segundos antes de su parada. Pero su productividad y compromiso laboral es impresionante.
Sus niños hacen lo mismo. Tienen, primero, que aprender los 50 mil símbolos de su inescrutable idioma. Además, los estudiantes japoneses van a la escuela 240 días al año, 60 más que los norteamericanos. Y eso también se nota.
Una isla tan pequeña, con tan pocos recursos naturales, es uno de los principales exportadores del mundo. Y su dieta, basada en el pescado y el arroz, los ha convertido en uno de los pueblos más saludables y longevos del planeta.
Japón asombra. Hace poco visité el mercado central de Tokio y la manera en que esos pescadores cortan y venden el atún y el salmón es a la vez arte y espectáculo. Mi cuarto de hotel cerca del Palacio Imperial fue el más moderno y eficiente en que me he quedado en mi vida; todo, hasta la humedad y el toilet, se manejaba automáticamente. Y Kioto –en un abrir y cerrar de ojos de la capital en el tren bala– tiene que ser, con razón, patrimonio de la humanidad; es un privilegio visitar sus jardines y ryokanes centenarios.
El orden japonés no tiene par. Cientos esperan en las esquinas a cruzar sus calles aunque no vengan autos cerca. Y, como contraparte, no hay nada más catártico y explosivo que sus bares de kareoke; de alguna forma tienen que sacar todo lo que se controlan y reprimen.
esa experiencia de meterme en la panza del Buda, esa paz que sentí al ver unas simples rocas en el jardín de arena del templo de Ryoanji en Kyoto, y ese mágico ritmo de la vida japonesa era lo que quería que vieran mis hijos. Ese era nuestro próximo viaje. Tendrá que esperar hasta que bajen los niveles radioactivos.
Pero mientras tanto, estoy absolutamente convencido de que si hay un país en el mundo que puede enfrentar cuatro crisis al mismo tiempo (y salir adelante) ese es Japón. Estoy seguro que nos volverá a sorprender. Por eso tengo los ojos puestos ahí.
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