La prensa del siglo XXI
BOGOTA.- «La eternidad, cuando se mueve, se convierte en tiempo.» Quisiera que esta bella frase fuese mía. No lo es. Es de Platón. Y creo que Platón la dijo -«la eternidad, cuando se mueve, se convierte en tiempo»- para separar la «duración de las cosas sujetas a mudanza» -el tiempo humano- de la eternidad, «perpetuidad que no tiene principio ni fin».
Con Grecia, la historia se mueve de la eternidad al tiempo y el tiempo eterno -atributo de Dios- lo es también de tiranos que se quieren saber inmortales. El gobierno democrático, en cambio, se sujeta a las reglas del tiempo humano: dura, pero muda. Y muda, aunque dure. O sea, no dura para siempre. Estoy intentando responder a la pregunta ¿a dónde vamos?, relacionada con la evolución del pensamiento y el papel de la prensa en una América latina en proceso de cambio.
¡Menuda tarea! Para cumplirla, me guío por una relación fundamental entre educación, conocimiento, información y desarrollo. Sin educación no hay conocimiento, sin conocimiento no hay información y sin información no hay desarrollo. O dicho en reversa, para que haya desarrollo, hace falta información, la información requiere conocimiento y el conocimiento depende de la educación.
Entramos al siglo XXI con una evidencia: el crecimiento económico depende de la calidad de la información y ésta de la calidad de la educación. El lugar privilegiado de la modernidad económica lo ocupan los creadores y productores de información, más que de productos materiales. El cine, la televisión, las industrias de la comunicación y las productoras de los instrumentos y equipos procesadores de información están hoy en el centro de la vida económica global. Los ricos de antaño producían acero (Carnegie, Krupp, Manchester). Los ricos de hoy producen equipos electrónicos (Bill Gates, Sony, Silicon Valley).
Bill Clinton nos recuerda que al asumir la presidencia de Estados Unidos, en 1993, sólo había cincuenta websites. Al dejar la Casa Blanca, ocho años más tarde, había 350 millones. Juan Ramón de la Fuente, ex rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, nos recuerda, a su vez, que hoy circulan en Internet cincuenta mil millones de mensajes diarios. Primero, en 40 años, la radio logró sumar 50 millones de oyentes. La televisión, desde 1950, atrapó igual número de televidentes. Pero en sólo cinco años, Internet alcanzó la suma que a la radio le tomó cuarenta años y a la televisión otro medio siglo. En el año 2000, había 300 millones de usuarios de Internet. Hoy, hay 800 millones.
Se acusa a los medios más novedosos de aislar. Como en la excelente película de David Fincher, La red social , los usuarios de los medios modernos pueden aislarse en la relación con otros usuarios, creando redes paradójicas de ficción comunicativa: si yo estoy en relación contigo, no tengo por qué estarlo con el resto del mundo. El tú y yo de la comunicación parecería excluir al nosotros.
Túnez y Egipto y todo el Mediterráneo sur acaban de demostrar que la relación uno-a-uno no excluye la comunicación del yo con el nosotros a través de múltiples individualidades eslabonadas en una gran colectividad que, al conocerse, se da cuenta de que el mundo oficial la ignora y que, al conocerse, también se da cuenta de su poder colectivo. Internet, Facebook, Twitter reúnen a las multitudes que hemos visto en las calles de Túnez, El Cairo y Alejandría. Esas multitudes representan a una clase media y a una clase trabajadora ignoradas por el estrecho círculo del poder ejercido desde arriba y sólo para los de arriba, con algunos mendrugos arrojados a los de abajo. Sólo que los de abajo son la mayoría. Sólo que los de abajo no son sólo obreros y campesinos, sino estudiantes, profesionales, amas de casa, empresarios, comerciantes, toda una clase media formada por, a pesar de, y al lado del autoritarismo, que no la veía, y si la veía, la atomizaba en grupúsculos manipulables y minoritarios.
Gran paradoja. Un gobierno autoritario de larga duración tolera a un pueblo dividido y lejano, hasta que ese pueblo adquiere la visibilidad de su propia conciencia gracias a lo que supuestamente lo aislaba y actúa en consecuencia.
El tiempo que nos tocó nos niega la comodidad de creer que la educación concluye alguna vez, en algún grado anterior al resto de nuestras vidas.
Esto significa que, por una parte, las escuelas pierden el monopolio de la enseñanza y, por la otra, la prensa pierde el monopolio de la información, pero también, que mantenerse informado en el largo período posescolar y posuniversitario es un deber y un derecho, inseparables del ejercicio de la ciudadanía y que este derecho, esta obligación, lo son también de nuestra prensa. La información también está en crisis, pero acaso en una crisis de crecimiento, que expande los medios nuevos pero no sacrifica los anteriores.
Se suponía, en el siglo XIX, que la aparición del periodismo de masas sentenciaría a muerte al libro. Balzac aprovechó el dilema para escribir una gran novela sobre el periodismo, Las ilusiones perdidas . Se suponía que la radiotelefonía, a su vez, mandaría a la prensa escrita al gran cementerio de las antigüedades. No fue así, radio y prensa convivieron y aunque Marshall McLuhan anunció la muerte del libro y la conversión del medio en mensaje, la televisión no enterró ni a la literatura, ni a la prensa, ni a la radio.
¿La nueva edad que se anuncia, la era de la tecnoinformación, matará a las formas de comunicación anteriores? No lo creo. Quizás, hoy, el número de lectores de novelas sea menor que en épocas de Dickens. Acaso, también, la cantidad de lectores se haya desplazado al best seller en tanto que la calidad de lectores se ubique en el long seller , planteando la pregunta: ¿por qué se vende un best seller y por qué dura un long seller ?
La radio, lejos de perecer, está hoy más viva que nunca y mejor adaptada a los horarios, tempraneros o nocturnos, de la vida moderna. La televisión no hace sino aumentar y diversificar su oferta: los canales televisivos suman varios miles.
¿Es la prensa escrita la víctima propiciatoria de la nueva -o última- modernidad? Sí, hay grandes diarios que cierran o se achican, o se ofrecen por Internet. Acaso, quizá, la prensa escrita, como la literatura, sólo llegue en su forma actual a los menos aunque a los mejores, aunque yo, como escritor, tengo el gusto de mancharme diariamente las manos con la tinta fresca de un periódico y otros ciudadanos, más jóvenes, leen el mismo periódico en una pantalla.
Al cabo, sin embargo, yo no creo que lo nuevo desplace totalmente a lo anterior. Creo que las cosas acabarán por equilibrarse, coexistir, subrayar valores y eliminar defectos, aunque con la posibilidad, humana al fin, de generar nuevos defectos junto con nuevos valores.
El valor mayor es contribuir a la educación y a la información y en consecuencia al conocimiento y al desarrollo humanos. ¿Quiénes ganan? ¿Quiénes pierden?
Es difícil decirlo en una época de transición como la nuestra, como difícil era prever en el siglo XII el Renacimiento; en la altura de la pirámide azteca, la conquista española; antes de la revuelta Ludita, el advenimiento del mundo industrial y, hoy, vislumbrar como un todo, con claridad, el paso de la edad industrial al tiempo de la tecnoinformación.
¿Y qué formas políticas acompañan estos cambios? En América latina a veces nos planteamos un falso dilema. Nos decimos: desarrollo económico hoy, pero democracia sólo mañana, y justicia, quizá, pasado mañana. O nos decimos: justicia hoy, cómo no, pero desarrollo sólo mañana y democracia, ¿para qué?, si nunca la ha habido.
La demanda latinoamericana es desarrollo con democracia y justicia, ahora, y no en el sentido de instantaneidad, sino gracias a voluntades políticas que obviamente reúnan, en un haz inseparable, las tres exigencias de este clamor: desarrollo, democracia y justicia. Y desarrollo con conocimiento, con educación y con información. Todo unido.
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- 23 de enero, 2009
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