Tarea inconclusa: Un niño y su madre
Todo el que me conoce bien sabe también que venero a mi padre. Hace dos años, en el centenario de su nacimiento, escribí un breve recuerdo de él como homenaje al hombre más importante de mi vida, la clase de hombre que bien podría inspirar a otros, tal como me inspiró a mí. Teniendo en cuenta el gran aprecio que tengo por mi padre, alguien podría deducir que no tengo mucha estima por mi madre (Doris Geraldine Higgs, de soltera Leiby, 14 de mayo de 1917 – 25 de mayo de 1980). Sin embargo, esa suposición sería errónea. Aunque mi madre fue en muchos aspectos un tipo de persona diferente a mi padre, tuvo también una gran influencia en el menor de sus hijos (Bobby Larry, como ella me llamaba). Al reflexionar sobre mi relación con ella, he llegado a creer que, en un aspecto extremadamente importante, influyó en mí exactamente de la misma manera que mi padre, es decir, me hizo apreciar la alegría de trabajar y de encarar el trabajo con ganas y correctamente, en lugar de hacerlo a regañadientes y de modo descuidado.
Lo más importante, quizás, es que mamá dio un buen ejemplo: era muy trabajadora en su cotidianidad. Como en el pueblo en el que creció no había escuela secundaria y su padre no le permitía abandonar el hogar para continuar su educación, no fue escolarizada más allá del octavo grado. A los dieciséis años se casó con mi padre (que era ocho años mayor que ella), y durante los cuarenta y cuatro años que duró su matrimonio (que finalizó con la muerte de él en 1977), se ocupó de la casa como si ser una buena esposa y madre constituyera una vital y respetable ocupación.
Aunque tuviera otras cosas que hacer, preparaba cada día tres comidas completas (casi siempre desde cero). La preparación de la comida podía constituir un proceso de producción totalmente integrado, que comenzaba con la matanza de un pollo, luego lo desplumaba y destripaba, y lo cortaba en trozos para freírlo. En ocasiones yo traía a casa pescado o langostas que había capturado o un conejo de cola de algodón que había cazado y, con mi ayuda para limpiar, descascarar o pelar, según la materia prima lo requiriera, ella los cocinaba para la cena. (Yo también criaba conejos para nuestra mesa.) Después de cada comida, lavaba y secaba los platos (aunque después de la cena mi padre solía secarlos) y barría la cocina. Limpiaba toda la casa a diario, manteniéndola aseada e inmaculada a pesar de que vivimos en una polvorienta zona rural durante la mayor parte de los años en los que yo estaba creciendo. El lunes era para ella el día de lavar la ropa, lo que implicaba que trabajase en el garaje con su anticuada lavadora escurridora, colgando la ropa húmeda y otros artículos en el tendedero para que se secaran, y después recogiéndolos y doblándolos cuidadosamente y, en el caso de artículos como camisas, sábanas y fundas de almohada, planchándolos antes de guardarlo todo en su correspondiente cajón.
Sin embargo, cocinar, limpiar y lavar no constituían la totalidad de su trabajo. De joven, había "sentido la llamada" de predicar el Evangelio de Jesucristo, y cuando yo tenía cuatro o cinco años, se había convertido en la pastora de una iglesia pentecostal en una zona rural en algún lugar allende McAlester, Oklahoma, la ciudad cerca de la cual vivíamos por aquel entonces. Más tarde, después de que nos mudáramos a California en 1951, volvió sucesivamente a ser pastora en varias iglesias diferentes. Este ministerio le exigía mucho trabajo, para preparar los sermones, dirigir los servicios varias veces a la semana (a veces todas las noches, cuando se celebraba una "reunión de reavivamiento") y atender las necesidades espirituales y personales de su congregación en tiempos de enfermedad, duelo y otras tribulaciones. Su natural compasión y su sincera simpatía, así como su fe religiosa, le sirvieron de mucho en esta tarea.
Aunque ser ama de casa, madre y pastora a tiempo completo podría haber sido para la mayoría de las mujeres suficiente, o incluso demasiado, ella encontraba tiempo para una gran cantidad de actividades adicionales: su secreto era que, independientemente de la tarea que abordara, trabajaba muy rápido. Tejía a crochet y bordaba artículos de decoración, especialmente tapetes y fundas de almohada, para nuestra casa. Una vez a la semana, durante varias horas, se reunía con otras señoras en la iglesia para hacer acolchados en un esfuerzo de equipo para ayudar a la iglesia. (Todavía conservo algunas de estas hermosas obras de arte popular). En primavera y verano se ocupaba de un gran huerto, así como de sus queridas rosas y otras flores. En ciertas épocas del año, salía a los campos de algodón, que en aquella época todavía requerían mucho trabajo manual, para trabajar con cuadrillas de jornaleros en el "trozado" (deshierbe) y la "recolección" (cosecha) del algodón.
Debido a que de pequeño iba a todas partes con ella -no recuerdo haber tenido nunca una niñera como tal, aunque a veces pasaba tiempo en casa de un vecino con mis amigos-, la acompañaba en su trabajo fuera de casa. La primera experiencia de este tipo tuvo que ver con la recolección de algodón, cuando yo tenía quizás cuatro o cinco años. Era demasiado pequeño para tener mi propia saca, así que iba delante de ella en la fila, arrancando la pelusa y formando una pequeña pila en la hilera. Cuando ella llegaba a mi montón, lo depositaba en su saca y yo me adelantaba a ella para repetir el proceso una y otra vez. Me encantaba este trabajo. Además de disfrutar de la recolección en sí, en afable compañía con un grupo de otros recolectores, me lo pasaba muy bien lanzando cápsulas de algodón sin abrir a otros niños, que naturalmente me arrojaban nuevamente las cápsulas a mí. A los seis años, convencí a mi madre para que me hiciera una saca propia, para lo cual utilizó una bolsa de papas, le añadió una correa que me permitía colocarla sobre un hombro, a la manera habitual de los recolectores de algodón. Cuando mi pequeña saca estaba llena, la llevaba a la báscula, la pesaba, recogía mi pago por libra, volcaba el contenido de mi saca en el remolque (a veces añadiendo una zambullida de cisne en el algodón si se había acumulado mucho en el remolque), y volvía al campo para llenarla de nuevo. A medida que crecía, mis sacas se hacían más grandes. A los diez u once años, ya tenía la saca estándar de 12 pies (366 centímetros) que usaban los adultos, y era capaz de recoger hasta 200 libras (90 kilos) o más en un día. Sin embargo, a finales de la década de 1950, las máquinas de recolección habían desplazado en nuestra zona de California a los recolectores manuales casi por completo, por lo que mi recolección de algodón con mamá terminó cuando tenía unos doce o trece años.
Mamá también me llevaba a una serie de excursiones laborales ad hoc. A finales del verano, visitábamos huertos de melocotones y duraznos en los que la cosecha comercial había finalizado, a pesar de que una gran cantidad de fruta permanecía aquí y allá en los árboles. Se iba a pudrir a menos que alguien se tomara la molestia de recogerla, por lo que los propietarios le permitían a todo el mundo ingresar en los huertos para recogerla sin coste alguno. Traíamos a casa grandes cajas repletas de fruta, que mi madre enlataría para nuestro consumo durante el año siguiente. También íbamos hasta las orillas del río San Joaquín, donde las moras silvestres crecían profusamente y recogíamos grandes cantidades de ellas. Una vez más, el botín sería enlatado y -lo mejor de todo- se convertiría en la apetitosa tarta de moras de mi madre. También a lo largo del río, en temporada, encontrábamos y recogíamos hojas de mostaza silvestres, una delicia para el gusto de mi madre, aunque intolerable para el mío.
Mamá me enseñó a conducir un automóvil. A los diez años, empecé a manejar por los caminos campestres y, a los quince, me llevó a obtener la licencia de conducir (seis meses antes de cumplir los dieciséis años, lo que en aquella época estaba permitido porque había realizado un curso de educación vial en la escuela). Se estremeció, pero no impidió que tuviera mi primera escopeta a los diez años. Con mi pequeña escopeta 410 de un solo tiro y una interminable extensión de campos ricos en caza, pantanos y ciénagas como mi coto de caza, me convertí en un gran cazador, al menos en mi mente. (Confieso que tenía bastante más cuidado con el arma que con el automóvil y el resultado final puso a prueba la paciencia de mi padre en más de una ocasión). Mamá me enseñó a vestirme, a "comportarme", a librar un cheque y a realizar otras mil tareas que un adulto debe dominar. Aprendí a cocinar observándola y ayudándola en tareas sencillas en la cocina, como limpiar el pescado y moler la col con la picadora manual para hacer ensalada de col. A veces ayudaba a lavar los platos después de la cena.
A partir de los catorce años, durante las vacaciones escolares de verano, trabajé a tiempo completo en empleos regulares, junto a los hombres, primero en el rancho donde vivíamos y después en una fábrica de cajas local. Mis padres no me exigían, ni siquiera me sugerían, ese tipo de empleo – "ya tendrás tiempo de sobra para trabajar más adelante", decían-, pero había aprendido de sus ejemplos a valorar el hecho de ganarme la vida. Así que, a partir de mi segundo año de secundaria, no tuve que aceptar ningún dinero de ellos, aunque seguí recibiendo de ellos el alojamiento y la comida, como siempre.
Cuando era niño, mamá me permitía vagar por todo el campo, y mi niñez estaba ocupada no sólo con la asistencia a la escuela y la participación en los equipos deportivos escolares -y con el trabajo, como he descrito-, sino también con la exploración, la pesca, la caza y la natación en los canales. Por la noche, cuando la cena estaba lista, a menudo me encontraba todavía fuera en algún lugar, y la voz de mi madre sonaba a través de los campos que se oscurecían para llamarme: "Bobby Laaaaaaareeee". En mi memoria, la oigo todavía tan claramente como la oí entonces.
Cualquier niño sería afortunado, como ciertamente lo fui yo, de tener una madre así: cariñosa, amable, gentil, compasiva, bienhumorada, trabajadora, dedicada a su familia y leal a sus amigos, en casa en su mundo y en paz con su lugar en él.
Traducido por Gabriel Gasave
El autor es Asociado Senior retirado en Economía Política en el Instituto Independiente, autor o editor de más de catorce libros del Independent, y editor fundador de la revista trimestral The Independent Review.
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