Cambio de régimen
La Nacion
En la arquitectura jurídico-política que se montó al finalizar la Segunda Guerra Mundial, transparentada, inmediatamente después, en la Carta de las Naciones Unidas, los asuntos internos de los miembros de esa organización planetaria debían ser resueltos puertas para adentro por los propios Estados. No había, pues, cláusulas que legitimasen la intervención de potencias extranjeras en los asuntos específicos de aquéllos.
Eso sí, como ha sucedido siempre en ese estado de naturaleza hobbesiano que es el concierto internacional, las normas regían en tanto y en cuanto las dos superpotencias estuviesen dispuestas a cumplirlas. El uso de la violencia -en teoría vedado a los signatarios de la Carta mencionada- era, en rigor, patrimonio de los gobiernos de Washington y de Moscú, que se reservaban para sí la facultad de romper las reglas escritas en beneficio de su seguridad nacional.
La caída del Muro de Berlín se llevó consigo toda una lógica del poder con arreglo a la cual habían coexistido, paridad nuclear mediante, soviéticos y norteamericanos durante medio siglo. Pero el derrumbe de uno de los contendientes no clausuró, ni mucho menos, el recurso a la fuerza asumido como privilegio (derecho privado) por Estados Unidos. Así, el principio de no intervención vino a quedar eclipsado merced a la vigencia de unos nacientes mandamientos mundialistas, a saber: la extraterritorialidad de determinados delitos; el derecho a la injerencia humanitaria y la teoría de la paz democrática con base en el criterio de que si las democracias resultan benéficas y las autocracias peligrosas, se impone la obligación de eliminar a las naciones que perturben la seguridad colectiva.
En el crepúsculo de la Guerra Fría y enancado en el nuevo orden mundial se instalaba, de esta manera, un conjunto de valores que tenía más en cuenta la humanidad que la estatalidad y apreciaba menos la soberanía nacional que los derechos humanos. Huelga decir que como los criterios de valor y validez son siempre relativos su entronización como absolutos no fue producto de un consenso moral sino de la fuerza capaz de determinar cuáles eran los valores dignos de ser custodiados y cuáles los antivalores condenados al infierno. Aparecían unas divinidades y otras eran expulsadas del Olimpo sin derecho a retornar.
En consonancia con -y en defensa de- esta legitimidad impuesta por la superpotencia vencedora del comunismo, se formaron sendas coaliciones para intervenir en la ex Yugoslavia, Irak y Afganistán, haciendo realidad cuanto escribió en su momento Carl Schmitt: que los valores "también valen siempre contra alguien". En el fondo, lo que hizo entonces Estados Unidos no tenía nada de novedoso. Al respecto, ni los dos Bush, padre e hijo, ni Clinton descubrieron la pólvora; tan sólo enarbolaron una razón distinta, para utilizar la fuerza, de la que esgrimía su país cuando disputaba supremacías con la Unión Soviética.
El argumento se ha repetido ahora contra Khadafy y vale la pena repasar los hechos con el propósito de entender la racionalidad que se esconde detrás de la política del garrote. Por de pronto, ninguna de las naciones integrantes de la alianza militar que, de acuerdo con una resolución del Consejo de Seguridad, interviene en Libia hubiese siquiera soñado, un día antes de las revueltas en Túnez y Egipto, con mover hostilidades contra un gobernante al cual, con el paso de los años, nada tenían que reprocharle. La enemistad que alguna vez había existido entre ellos era cosa del pasado. Sus locuras antioccidentales habían cesado por completo. El petróleo fluía desde Trípoli hacia las grandes capitales europeas a borbotones y hasta se sospechaba -no sin algún fundamento- que parte de la campaña de Sarkozy fue pagada con dólares por el caudillo africano.
Es más: en las prisiones del régimen libio purgaban sus pecados no pocos miembros de Al-Qaeda y nadie podía acusar a Khadafy de haber ensayado métodos criminales a expensas de las tribus refractarias a su autoridad o de perpetrar un genocidio en las décadas que llevaba al mando de su país. Armas nucleares no tenía y sus pujos revolucionarios de antaño -que tanto revuelo causaron- movían a risa. Si el mullah Omar era el protector de Bin Laden y Afganistán, un santuario del terrorismo, Khadafy, más allá de su ejercicio discrecional y aun despótico del poder -no muy distinto del de Siria, dicho sea de paso-, representaba lo contrario. ¿Por qué, entonces, elegirlo como enemigo?
Lo primero que salta a la vista es el dramático cambio en el contexto del mundo musulmán. Asistimos, luego de la ola nacionalista encabezada por Nasser y la fundamentalista inaugurada por Khomeini, a una tercera marea revolucionaria que ha barrido, en nombre del laicismo y la reivindicación de determinadas libertades públicas, a los gobiernos de Egipto y Túnez y puesto en tela de juicio a los de Libia, Yemen, Bahrein y Siria. Todo en menos de dos meses. Era obvio que Estados Unidos no podía ser un convidado de piedra en la región. Tras algún cabildeo, le soltó la mano a Mubarak -uno de sus principales aliados en Medio Oriente- y decidió avalar la modificación del tablero geoestratégico junto con el Reino Unido y Francia.
En segundo lugar, sobresale el estallido de una guerra civil no entre dos facciones militares o tribus, sino entre la gente -que reclama la vigencia de derechos que le fueron secuestrados desde antiguo- y un déspota. Reduccionista como es, la explicación se instaló en el mundo mediático y pasó a ser una verdad incontrovertible. Siendo así -tercera razón-, la prensa y la opinión pública se inclinaron decisivamente en favor de quienes luchan por la democracia y en contra de quien viola los derechos humanos.
La cuarta es algo menos idealista y se refiere a la incapacidad del gobierno Libio de suscitar apoyos internacionales de peso. Imaginemos que una revuelta por el estilo conmoviese al totalitarismo de Corea del Norte. Sencillamente no habría coalición alguna en favor de los rebeldes porque China no se cruzaría de brazos. Mandaría la geopolítica del Lejano Oriente y no la ética occidental.
La quinta causa es que, además de huérfano de cualquier respaldo externo, Khadafy no tiene el suficiente peso específico para disuadir a sus opugnadores de inmiscuirse en una contienda que les es ajena. Las principales potencias de Occidente no actuaron de la misma manera cuando parte de la población iraní decidió enfrentar a los ayatollahs o cuando Pekín reprimió sin miramientos la manifestación opositora en la Plaza de Tiananmen, porque el presunto remedio hubiese sido peor que la enfermedad.
La última razón es, seguramente, la más chocante de todas. El norte de Africa, o, si se prefiere, las naciones que conforman el Magreb, está demasiado cerca de las costas europeas. En Burundi, una etnia pudo eliminar de la faz de la tierra a su rival en una matanza descomunal sin que se conmovieran ni la opinión pública ni la moral de las biempensantes. Libia, en cambio, no es un país subsahariano.
Este artículo no pretende levantar una causa contra el doble estándar de conducta de Estados Unidos y sus socios ni mucho menos quebrar una lanza en favor del régimen libio. Trata de resaltar un dato básico de la física política: que el poder siempre se escuda en valores para ser ejercido y esos valores -buenos o malos según cuál sea el parámetro de medida- arrastran un marcado subjetivismo.
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- 23 de enero, 2009
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