Consenso de Washington: la crítica olvidada
Si el objetivo era trascender, la decisión de John Williamson al acuñar una expresión con el nombre de la capital de los Estados Unidos era la correcta: su recordación estaba garantizada.
Era previsible, sin embargo, que semejante denominación atraería voces críticas. Lástima que por las razones equivocadas. Es que merecía críticas pero por otras razones. Olvidadas.
Todo comenzó en 1990, cuando el Institute for International Economics publicó un trabajo denominado "Ajuste latinoamericano: cuánto ha ocurrido", en el cual el profesor Williamson, encargado de editar la publicación, escribió el segundo capítulo bajo el título: "Qué entiende Washington por reformas de política". Hablaba de políticas públicas en materia económica. Y para hacerlo describió un consenso que, según él, se estaba gestando en Washington.
¿A qué se refería Williamson? Al "común denominador de recomendaciones que las instituciones con sede en Washington tenían para los países latinoamericanos, dada la situación de 1989". No hablaba de la Casa Blanca, sino del FMI y del Banco Mundial.
¿Requería ello cumplir al pie de la letra, y sin cuestionamiento alguno, toda recomendación que proviniese de tales instituciones? En absoluto. Es por demás sabido que esos entes suelen estar plagados de tecnócratas que desconocen el funcionamiento del mundo real.
Sin embargo, sería una ingenuidad descartar un decálogo de buenas prácticas, que de eso precisamente se trata el vilipendiado Consenso de Washington, sólo por su sospechoso nombre y su tufillo a burocracia high-life.
En efecto, las ideas rescatadas por Williamson en aquel "común denominador de recomendaciones", fueron puntualmente las siguientes: 1) Disciplina fiscal, 2) Redireccionamiento del gasto público, 3) Reforma fiscal, 4) Liberalización financiera, 5) Adopción de un tipo de cambio competitivo, 6) Liberalización del comercio, 7) Eliminación de barreras a la inversión extranjera directa, 8) Privatización de empresas del Estado, 9) Desregulación del mercado y entrada de la competencia, y 10) Aseguramiento de los derechos de propiedad.
Ese es, sin una coma de más ni una de menos, el Consenso de Washington tal como lo definió su autor, John Williamson. De primera mano y sin manipulaciones. Puede notarse que no es la leyenda que algunos venden, repetida como opinión previa y tenaz de algo que se conoce mal. Que es la definición de prejuicio. Para que algunos compren.
Quienes reflexionen sobre los diez puntos señalados seguramente coincidirán, sean de izquierda o de derecha, con varios de ellos: disciplina fiscal (controlar el gasto público), redireccionamiento del gasto (mejorar su calidad), derechos de propiedad (mejorar la seguridad jurídica), reforma fiscal (mediante un pacto serio, discutido en la Asamblea, no en la ANEP). Habría que estar muy despistado para renegar de tales cosas.
Asimismo, es totalmente comprensible la posición de quienes, sean de izquierda o de derecha, discrepen con ciertos puntos que exhiben un turbio historial de malas implementaciones y corrupción, como fue el caso de ciertas privatizaciones en América Latina. No todas, ni en todos los países.
En un trabajo publicado por Dani Rodrik (PNUD, 2001) titulado: "The Global Governance of Trade as if Development Really Mattered", su autor, lejos de negar la importancia de los diez puntos que constituyen el Consenso de Washington, les agregó un concepto esencial.
En efecto, Rodrik enfatizó en el fortalecimiento institucional, requisito imprescindible para alcanzar el desarrollo, definiendo un "Consenso de Washington aumentado", que implicaba agregar reformas políticas, medidas anti-corrupción y la creación puntual de redes sociales de seguridad. Sin descartar los diez puntos de Williamson.
En palabras de Rodrik "ello iría más allá de la liberalización y privatización para enfatizar la necesidad de crear el sustento institucional de las economías de mercado". Impecable.
Se trata, precisamente, de la razón por la cual el consenso original debió haber sido criticado: su débil énfasis en la institucionalidad.
En verdad, no debiera sorprendernos, porque al menos en aquellos tiempos, los asuntos institucionales eran ignorados por los tecnócratas high-life. Extrañamente, hoy se los critica por lo que decían. Y se olvida lo que omitían.
Hasta la próxima.
El autor es Ingeniero, Máster en Economía (ESEADE, Buenos Aires) y columnista de El Diario de Hoy.
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