Salario mínimo (¿o cobertura mínima?)
La semana pasada volvió a estar sobre el tapete la discusión sobre el salario mínimo, acerca del cual se habla mucho, se dice poco y se entiende menos.
La tergiversación tiene una explicación: el salario es el precio más espinoso de todo sistema económico, pues su valor tiene un impacto directo en la capacidad de consumo de quienes lo cobran.
Se trata de personas a las cuales los altos precios internacionales de los alimentos y de los combustibles les están quitando la posibilidad de consumir otros bienes. La falta de productividad de nuestras economías subdesarrolladas, mal endémico en América Latina, agrava las cosas.
Y ello, claro, es mucho peor para quienes cobran los salarios más bajos de la economía formal, los mínimos, que aun con el incremento acordado del 8% ni siquiera alcanzarán los $225/mes para el sector comercio y servicios. Una verdadera miseria.
Siendo el salario la retribución a uno de los principales factores de la producción, tal como es el trabajo, lo primero que debemos aceptar es que su análisis tiene que ser económico. De lo contrario, las conclusiones serán equivocadas. Quizás líricas, pero falsas.
El salario mínimo es uno de los tantos "precios mínimos" que se determinan con el propósito de prohibir la realización de transacciones a precios inferiores a ellos. Y como todo precio mínimo ocasiona la aparición del mercado negro (empleo informal, sin prestaciones), así como la contracción de la demanda laboral (despidos y freno a nuevas contrataciones).
Estas consecuencias golpean, precisamente, a los más jóvenes, a los más viejos y a los que no tuvieron acceso a un buen nivel educativo. El discurso "anti-economicista" podrá ser muy lírico, pero sus efectos son trágicos.
Aceptar la raíz económica del tema no implica ser "un desalmado que reduce todo a la economía", mote ante el cual, insólitamente, se quedan callados algunos que dicen defender la libertad económica.
Ocurre que, nos guste o no, todo tiene que ver con la economía. Pero ello no significa que, necesariamente, todo tenga que ver con el mercado. A esto, que es tan simple, suelen no entenderlo ni los de izquierda ni los de derecha.
En efecto (algunos de), los primeros, se niegan a aceptar que toda actividad productiva (y trabajar lo es) tiene que ver con la economía. Mientras que (algunos de), los segundos, se niegan a aceptar que, aún siendo el mercado el mejor asignador de recursos conocido, hay ciertas cosas que no puede resolver. Y es donde entra la necesaria acción subsidiaria del Estado.
Acción subsidiaria que no consiste en ponerle precios mínimos a los salarios, sino en subsidiarles ciertas demandas a quienes ganan esos salarios mínimos (y a quienes ganan un poco más también). Con ayudas puntuales, selectivas y específicas. Es decir, con coberturas mínimas.
Ciertamente, no es fácil focalizar. Pero debe hacerse. Y la tecnología actual facilita mucho las cosas.
Si bien el salario mínimo es irrelevante para quien percibe una remuneración superior, no lo es para quienes la opción es trabajar en negro o quedar desempleados. Cuanto más alto se establezca el valor del salario mínimo, más probabilidad tendrán de ser expulsados del mercado laboral los más desprotegidos.
Y ello no termina ahí, pues tales expulsiones incrementan la cantidad de trabajadores informales, cuyas remuneraciones tenderán a bajar porque ahora tendrán más competencia: a los desprotegidos no sólo se los expulsa del mercado laboral sino que se los hace competir en la informalidad.
La realidad es que dado el bajo rendimiento que tiene el trabajo de esas personas, ninguna de ellas debiera estar formando parte del mercado laboral, sino haciendo otras cosas: los jóvenes entrenándose para su vida laboral y los viejos descansando.
Pero, ¿quién pagaría eso? Una sociedad productiva, en la cual trabajen los que están más preparados, y donde los niveles de inversión permitan aumentar la producción de bienes y servicios. Así funciona el mundo desarrollado. ¿O no aceptamos el reto?
Hasta la próxima.
El autor es Ingeniero, Máster en Economía (ESEADE, Buenos Aires) y columnista de El Diario de Hoy.
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