El Muro de Berlín de los Castro permanece intacto
La Habana – El sol pica fuerte allá afuera y en la oficina de Inmigración y Extranjería la gente suda a raudales por culpa del calor. Pero nadie se queja. Una palabra crítica, una actitud de exigencia frente a los funcionarios que allí trabajan y puede terminar en castigo. Así que todos hacen silencio y miran hacia la pared sin atreverse siquiera a conversar entre ellos.
En esta tarde de mayo, un centenar de personas aguarda por un permiso para viajar fuera de esta isla. Conocido también como la «tarjeta blanca», este permiso forma parte del absurdo migratorio que impide a los cubanos salir y entrar libremente de su propio país.
Es nuestro Muro de Berlín, pero sin concreto, nuestra frontera minada, pero sin explosivos. Una tapia conformada por cuños, papeles y vigilada por la mirada torva de unos militares interponiéndose entre nuestros cuerpos y el resto del mundo.
Para reforzar tal desatino está también el alto precio a pagar por el caprichoso permiso de salida, que oscila alrededor de los u$s 170. Esa cifra equivale a todo un año de salario de un profesional medio.
Sin embargo, para obtener tal salvoconducto no basta con poseer esa cantidad de dinero o mostrar un pasaporte válido, hay que cumplir también otros requisitos no escritos en ninguna legalidad, contar con condiciones ideológicas y políticas que nos hagan elegibles o no para abordar un avión.
Ante tantas dificultades, recibir el «sí» después de tan larga y angustiosa secuencia de trámites es como escuchar descorrerse los cerrojos en una celda tapiada por años. Pero para muchos -como yo-, la respuesta siempre viene en forma de negativa. En mi caso ostento el triste récord de haber recibido desde 2008 hasta la fecha un total de quince denegaciones.
Miles de cubanos hemos sido condenados a la inmovilidad insular, aunque ningún tribunal haya fallado tal veredicto. El «delito» que hemos cometido consiste en opinar críticamente sobre el Gobierno, en formar parte de un grupo opositor o pertenecer a una plataforma defensora de los derechos humanos.
Pero no sólo los inconformes o los críticos tienen estas restricciones de movilidad. Quienes se graduaron alguna vez en medicina saben muy bien que aquí su título no sólo les sirve para salvar vidas, sino que funciona como un impedimento para conocer otras latitudes.
La lista negra de los que no pueden cruzar al otro lado del mar es larga, si bien jamás ha sido publicada en ningún lugar, y quienes la conforman saben que salirse de ella es sumamente difícil. Buena parte de las máscaras de conformismo que los cubanos se cuelgan frente al ojo escrutador del Estado tiene como objetivo alcanzar el preciado sueño de traspasar las fronteras nacionales. El permiso de salida se convierte así en un método de control ideológico que obliga al aplauso y a la simulación.
Hace unos días, la prensa extranjera anunció con gran fanfarria que ya los cubanos podían salir libremente. Justo en el momento en que comenzó a propagarse la noticia de la apertura migratoria, estaba yo en una de esas vetustas oficinas donde se concede o se niega el permiso para viajar. Cuando le pregunté a la funcionaria vestida de militar si era verdad que todas las restricciones habían terminado, me respondió con sorna: «Vaya al aeropuerto, a ver si se puede ir sin la tarjeta blanca…».
Desanimada
Al leer después con calma el punto 265 de los lineamientos aprobados en el VI Congreso del Partido Comunista, que hace referencia a ese tema, me quedé muy desanimada. En él se exponía que el Gobierno va a «estudiar una política que facilite a los cubanos residentes en el país viajar como turistas», pero no da un plazo para lograrlo ni detalles sobre cómo va a implementarse legalmente.
Minutos después de caer en cuenta de que las agencias informativas habían exagerado la noticia de la liberalización de viajes, sonó mi teléfono móvil. Una voz entrecortada me contó detalles de lo últimos momentos de Juan Wilfredo Soto, disidente muerto por sufrir un episodio de maltrato policial.
Recuerdo que respondí en monosílabos a la narración triste de aquel acto de intolerancia. Me senté para no caerme, porque me zumbaban los oídos y sentía enrojecida la piel de la cara. Miré sobre la mesa mi pasaporte lleno de visas para entrar a una docena de países y sin una sola autorización para salir de mi propia nación. Al lado de su portada azulada, alguien había puesto los reportes impresos del fallecimiento de Wilfredo en Santa Clara. Observé indistintamente su rostro en la fotografía, el escudo nacional en la primera página de mi documento de identificación y sólo pude concluir que «nada ha cambiado». Seguimos atenazados por los mismos límites, por los altos muros del sectarismo ideológico y por el grillete ajustado de las restricciones migratorias.
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