España: Hablar de inmigración
La Vanguardia, Barcelona
La cuestión no es el qué, sino el cómo, dado que todo aquello que es socialmente relevante debe ser tratado sin miedo. Rechazo frontalmente a los comisarios de la corrección política que se otorgan el privilegio de decidir qué temas están prohibidos, mientras condenan como herejes a todos aquellos que no les bailan el agua.
Como he dicho otras veces, son una especie de inquisidores que censuran las ideas heterodoxas, con el único objetivo de imponer el pensamiento único. Lo cual no significa que todo lo que se vende como un gesto de valiente incorrección sea digerible. El ejemplo del debate sobre la inmigración es paradigmático. Es evidente que debe hablarse de inmigración en voz alta, sin aspavientos, ni censuras, ni letras escarlatas cosidas en el vestido del adúltero. Y también es evidente que debe hacerse en campaña electoral, precisamente porque es el momento de contrastar programas.
No participo, pues, del paternalismo buenista que lo considera un tema tabú y que incluso plantea pactos esotéricos con el fin de evitarlo. Sin embargo, también es cierto que si hablar es bueno, no todas las palabras son buenas, ni todos los oradores son presentables. Muy lo contrario, a menudo son los más impresentables los que demuestran una mayor osadía y los que verbalizan las ideas más primitivas.
El problema, pues, del debate sobre la inmigración no es hablar, sino que monopolizan el debate los últimos de cada barrio. Y peor aún, es precisamente este debate el que les da el protagonismo político que son incapaces de conseguir de otra manera. Veamos los dos ejemplos actuales: Anglada y Albiol. Ambos vienen de un largo recorrido de fracasos políticos.
El primero cimentó su biografía con el brazo alzado y el 20-N, vendiendo la caducada mercancía de la nostalgia franquista. No le hicieron caso ni las ratas.
El segundo lo intentó con el clásico del anticatalanismo y la cuestión lingüística, y tampoco se convirtió en un líder de titular. Pero cuando los dos desviaron la mirada hacia la inmigración y empezaron a emitir frases gruesas y a bucear en el pantano de los miedos de la gente, entonces se convirtieron en unos hombrecitos. No son buenos políticos, ni tienen ideas elaboradas, ni ningún liderazgo, pero saben moverse en el paraíso de la simpleza política como expertos navegantes.
Y es aquí donde tenemos el problema. Porque donde las voces más razonables callan por miedo a no saber cómo resolver los problemas que la inmigración lógicamente comporta, los oportunistas sin complejos se hinchan de vender mentiras, prometer falsedades y jugar con los prejuicios. Son, sin duda, la expresión nítida del malismo. Pero no olvidemos lo fundamental: las palabras del malismo nacen del silencio del buenismo. Es decir, allí donde callan los razonables, aparecen las palabras estridentes de los aprovechados, los demagogos y los desalmados.
- 23 de enero, 2009
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