España y Argentina: Allá la indignación, acá la indignidad
Es cierto que estamos atravesando una era signada por la puesta en marcha de una especie de industria de derechos. Derechos desvirtuados, torcidos y desde luego hábilmente manejados por líderes o punteros políticos desde el llano. La espontaneidad está lejos de hallarse en la implementación de aquellos.
En ese contexto pareciera que todos tenemos derecho a hacer o deshacer a nuestro antojo y conveniencia, más allá de las normas y reglas básicas de convivencia y, peor aún, de la mismísima letra de la Constitución Nacional.
De allí los piquetes, los cortes de calles, las movilizaciones que bloquean el tránsito a diario, los acampes por reclamos, las tomas de escuelas y hasta las marchas y escraches para defender –supuesta y paradójicamente– una maraña de “derechos adquiridos” en detrimento de deberes intrínsecos.
Sin ir muy lejos, la toma del colegio Carlos Pellegrini obra como fotografía exacta de la herencia que arrojará el “estilo K” en ese aspecto. La ausencia de tradiciones, el vaciamiento de los conceptos de autoridad y jerarquía, la consagración de la fórmula discepoleana “lo mismo un burro que un gran profesor” se asientan en la rebelión.
Pero no fue sino desde la Presidencia de la Nación desde donde se fomentaron el patoterismo y las conductas tendientes a modificar aquello de “los derechos propios que terminan donde comienzan los de los demás”. Los “demás” pasaron a ser meramente deudos sin derechos. Están ahí para satisfacerme o al menos para tolerar.
Basta recordar cuando Néstor Kirchner llamó a boicotear las bocas de expendio de nafta de la compañía Shell y avaló la conducción de piquetes a las estaciones de servicio que organizó Luis D´Elía.
El modelo se plasmó sin interferencias. Pretender profundizarlo parece querer decir infringir libertades y avanzar impunemente con un Estado depredador.
A su vez, la queja colectiva, masificada conlleva en sí la anulación del cambio. Y es que si bien se observa, se ha pasado de aquellas “revoluciones” tendientes a modificar situaciones de opresión a manifestaciones animadas profesionalmente.
“De los planificadores de la insurrección se pasó a los organizadores de diversión”, sostiene Pascal Bruckner. Y es por ello que no faltan en los actos de repudio o en los pedidos sociales los recitales de conocidos cantantes de rock, los bailes, los partidos de fútbol como aquellos que se organizaron en plena avenida 9 de Julio, etcétera, etcétera.
Esta expansión del entretenimiento en los paros, piquetes y reclamos resulta el único medio de mantener la cohesión y atraer adeptos. No hay grandes diferencias entre las verdaderas fiestas populares y los piquetes o acampes. Es como si en lugar de estar carentes de algo se estuviera festejando la posibilidad de terminar siendo asistidos perpetuos del Estado.
Y el Gobierno, confundido o disfrazado de Estado, festeja así la posibilidad de sacar provecho hasta de los reclamos. Nada más sencillo para instaurar el aparato del clientelismo.
Al margen de esta utilización siniestra que se hace de los carenciados llevándolos en masa para encabezar desde bloqueos a diarios hasta protestas de la índole más diversa, subyace otro engaño: el creer que quienes llevan adelante estas “gestas” merecen ser atendidos, respetados.
Una causa no es precisamente justa porque haya hombres que hasta estén dispuestos a morir por ella. El fascismo fue una causa, el comunismo también, el islamismo es otra. En rigor, ningún grupo por oprimido que haya sido o por sentirse con “derecho a…” está eximido de rendir cuentas ni pasar por sobre los fundamentos de la ley y la moral.
Esa verdad está siendo combatida y desvirtuada desde la máxima autoridad para provecho electoral. La diferencia entre estos actores sociales y los indignados españoles radica, quizás, en que los “rebeldes” nacionales carecen de educación y, en consecuencia, de dignidad. Dos requisitos fundamentales para que el gobierno pueda continuar.
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