En torno de los indignados
El País, Montevideo
Dos de cada tres naciones son, hoy, democráticas. El tercio restante, finge serlo. Sea cual fuere el grado de autenticidad que exhiba un gobierno que se dice democrático, la necesidad de apelar a la democracia goza hoy, por lo visto, de un consenso universal. Decimos de un régimen político que es "legítimo" cuando expresa las creencias predominantes de sus ciudadanos.
Ningún régimen político puede ser considerado legítimo en el mundo actual a menos que se proclame democrático. Si no lo es, sólo le queda pretender que lo es. Se dirá que en tal caso es hipócrita pero ya se sabe: la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.
Si llamamos "consenso", con el diccionario, al "acuerdo producido por consentimiento entre los miembros de un grupo", sólo las democracias gozan hoy de legitimidad aun cuando sean imperfectas salvo cuando sean groseramente inauténticas. ¿Basta empero la legitimidad de un gobierno formado a partir de los principios democráticos para asegurarle el consenso de los gobernados?
No basta, porque el consenso de los gobernados con el gobierno no es edificio de una sola planta. Sus cimientos residen, por cierto, en la legitimidad. Pero los gobernados esperan de él, además, una segunda cualidad, el "segundo piso" de la "eficacia". Un gobierno es tenido por eficaz en la medida que responde razonablemente a las expectativas económicas y sociales de la sociedad.
¿Qué pasa empero cuando un gobierno es ineficaz? Si es autoritario, no tiene otra salida que la represión o la revolución de los sometidos, como ya está pasando en el mundo árabe. Si es democrático, en cambio, puede ser reemplazado mediante el voto ciudadano en favor de la oposición.
La posibilidad de transferirle el gobierno a la oposición según las reglas y los plazos establecidos en la Constitución es una de las grandes ventajas de la democracia sobre el autoritarismo.
Desde este ángulo de mira, la democracia podría ser definida entonces como aquel régimen político que, siendo legítimo, puede buscar la eficacia de dos maneras: a través del gobierno que ya tiene o a través del acceso al gobierno de la oposición mediante el mecanismo rectificador de la "alternancia".
Hechas estas aclaraciones, aún existe un peligro para el consenso democrático: que ante los fracasos sucesivos, recurrentes, tanto del gobierno como de la oposición, los ciudadanos empiecen a imputarle la ineficacia no sólo a los gobernantes y a los opositores sino también al régimen democrático en cuanto tal.
Con otras palabras, que a fuerza de "ineficacia" la democracia vaya perdiendo su "legitimidad". Que la lluvia del desgaste popular, habiendo comenzado por la planta alta del régimen democrático, termine inundando sus cimientos.
¿Cuándo puede ocurrir esta quiebra del consenso democrático? Cuando el gobierno y la oposición no guardan entre ellos la debida distancia. Si están demasiado lejos uno de la otra porque son intolerantes, su guerra interna paraliza al sistema.
Pero si están demasiado "cerca" uno de la otra, la sociedad empieza a verlos no ya como "rivales" sino como "cómplices". Esto es lo que pasó en Venezuela en los años noventa, cuando el grito revolucionario del coronel Hugo Chávez empezó a escucharse en lugar de la voz de sus partidos tradicionales, Acción Democrática y Codelpa, abriendo así la regresión del país al autoritarismo.
Esto es lo que casi pasó en la Argentina al comenzar los años dos mil, cuando la gente no gritaba en las calles "que se vaya el gobierno de De la Rúa" sino "que se vayan todos", es decir "todos los cómplices" de un régimen tenido por gravemente ineficaz.
Cuando los "indignados" españoles empezaron a juntarse en la Puerta del Sol madrileña, extendiendo su acción a otras ciudades, la democracia de nuestra Madre Patria, con millones de desempleados en las calles, corrió un riesgo de ilegitimidad hasta que vino a salvarla, providencialmente, el triunfo electoral casi simultáneo de la oposición del Partido Popular sobre el oficialismo de Zapatero y el PSOE.
La crisis de legitimidad del sistema democrático cedió así, en el límite, ante la perspectiva salvadora de la alternancia.
Pero quedó una lección no sólo para la democracia española sino también para las democracias en general: los políticos no deben dormirse en los laureles de la legitimidad porque ella no podría sostenerlos indefinidamente si caen en el lodazal de la ineficacia.
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