Democracia y Estado de Bienestar
La democracia es incompatible con la unificación del poder económico. La redistribución patrimonial, así como la interferencia pública en los negocios privados que representa el Estado de Bienestar, provocan la descomposición del régimen democrático. No es casualidad que los países más socialistas acaben siendo gobernados de forma totalitaria (Mises).
La democracia no sólo exige representatividad y participación en la formación de los órganos de gobierno de una nación, sino que, además, se define por garantizar principios como el respeto de la libertad individual, el imperio de la ley frente al gobierno arbitrario, y la alternancia pacífica en el ejercicio del poder político (Acton). La gobernabilidad exige que tanto las diferentes potestades como la estructura del poder y su administración sean consideradas elementos pre-constituidos en unos términos que resulten inalterables por quien ejerce de manera contingente dicha autoridad.
La representatividad no equivale al gobierno asambleario. La extensión del orden político hace imposible que la mayoría de las decisiones sean adoptadas con el apoyo o la desaprobación directos provenientes de los ciudadanos. La representación se vuelve inevitable. También, a medida que el orden se hace más extenso, la representación se desliga del mandato imperativo, e incluso de la proporcionalidad estricta en relación con el apoyo explícito concitado. Los sistemas democráticos amplios aspiran a un tipo de gobernabilidad que impide aplicar mecanismos que son propios del concejo abierto. No obstante, la acción política queda sometida a la presión de la opinión pública (Weber, Mises, Hayek).
El Estado de Bienestar representa la última forma histórica conocida de esa expresión moderna de asociación de dominación que es el Estado (D. Negro). La socialdemocracia ha hecho suyo el artefacto, venciendo en la contienda disputada entre totalitarismos durante gran parte del siglo XX (Jouvenel). El Estado de Bienestar no se limita a excluir del legítimo uso de la violencia a otro tipo de organizaciones o individuos existentes dentro o fuera del territorio que aspira a dominar (Bastiat). Personifica además la clase de fuerza social que ha logrado extirpar del orden espontáneo instituciones primordiales como son el Derecho y el Dinero (Hayek).
La tesis que considera incompatible cualquier tipo de organización democrática del poder político con la existencia del Estado de Bienestar se explica en Burocracia, de L. von Mises. La centralización de las decisiones y su inclusión en un sistema de mandatos específicos convierten al individuo en una pieza determinada dentro del engranaje del Estado. Asimismo, la complejidad de las decisiones que debe afrontar el gobernante requiere de la formación de una estructura burocrática que acabará convirtiendo a los representantes políticos en simples "asambleas de hombres-sí". La pretendida omnisciencia del Estado hace que una tropa de funcionarios tenga reconocida la facultad de influir directa y meticulosamente en la vida y expectativas de los ciudadanos. A través del Derecho administrativo se pretende constreñir la arbitrariedad de estos pequeños tiranos, suplantando progresivamente al Derecho civil en ámbitos que habían sido tradicionalmente privados. Los funcionarios (fijos y políticos), a pesar de las limitaciones predispuestas, son quienes impulsan la necesidad presupuestaria, el grado de persecución del infractor, el contenido específico del mandato… A medida que crece la necesidad de burocratizar el Estado, éste se aleja más y más de la democracia efectiva.
Sin embargo, no sólo la burocracia representa un obstáculo que cercena los principios de libertad individual, gobernabilidad y representatividad, que constituyen el fundamento de la democracia. El político, a través de su ejercicio de adhesión organizativa e ideológica, degenera en un tipo de agente profesionalizado que deja de vivir para la política, para empezar a vivir de ella (Weber). Los partidos quedan integrados dentro del Estado de Bienestar como una pieza básica de su engranaje, reproduciendo dentro de su propia estructura la necesidad burocrática que tiene la administración pública. Los políticos profesionales admiten, e incluso abrazan, su divorcio del resto del cuerpo social, formando así una élite gobernante (Pareto). Desde ahí, pasan a convertirse en funcionarios del Estado, pero no en su sentido convencional (tampoco de manera directa y permanente), ya que adoptan con facilidad la categoría de activos reclamados por la empresa privada en orden de incorporarse dentro de sus cuadros directivos. El objetivo de aquellas es lograr unas relaciones satisfactorias con los órganos de intervención y las autoridades que más perturben su ámbito de actividad empresarial. Existe incluso el "político" que permanece siempre afecto a esta situación, sin ejercer nunca cargo o magistratura formalmente interna del Estado.
El Estado de Bienestar genera burocracia, destruye con sutileza el sistema democrático, y junto a él, los principios de libertad y participación que se le presuponen. Al mismo tiempo, el Estado de Bienestar genera una élite de agentes que ejercen sus funciones también en el sector privado a modo de conexión entre mercado, partidos políticos, sindicatos y administración pública. La estructura de dominación representada por este tipo de Estado hace inevitables tanto el retroceso de las libertades como la impracticabilidad democrática.
Es ilógico y contradictorio considerar que el Estado de Bienestar resulta compatible con el régimen democrático. El uso de la palabra democracia dentro de un programa político que aspire a incrementar la intervención del Estado será, en el mejor de los casos, un gravísimo error intelectual. Desgraciadamente, la historia nos proporciona ejemplos de cómo la bandera democrática ha servido de coartada para ocultar la ferocidad del discurso totalitario.
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