Privatizar el matrimonio
Hay buenas razones para decir que el Estado, al distribuir licencias para "contraer matrimonio", no sólo ejerce un poder secularizado heredado de la religión, sino que además esto es contraproducente y no justificable.
Las necesidades que sostuvieron la legitimidad respecto de la potestad del Estado para normar el matrimonio descansaban básicamente en tener que afirmarse como nueva realidad respecto al poder que le precedió. Si podía decidir sobre la vida sexual, la intimidad, la reproducción y la constitución de la familia, con mayor razón lo podía hacer sobre los impuestos, la guerra y el orden general. Era un nuevo Moisés que necesitaba reafirmar su soberanía. ¿Qué podría ser más decidor que normar la biología más íntima del ser humano? También entraban consideraciones de resguardo de la propiedad privada, entre las cuales alguna vez estuvo la "señora", sumado a la protección de los hijos.
Hoy existen mecanismos suficientes para proteger y velar por los derechos de los hijos, la mujer ya no es propiedad de nadie y hay legislación de sobra para custodiar la propiedad privada. Por eso, lo único que queda al Estado para seguir sosteniendo su privilegio de normar la intimidad de los ciudadanos es que mantiene raptada para sí la metáfora del "Señor es nuestro pastor". El Estado moderno transformará la fe en la vida eterna en promesa de vida terrena segura y próspera, para lo cual se adjudicó la atribución de normar sobre la vida moral de los individuos. La secularización de la sociedad significó una sacralización del Estado.
Con el nacimiento del Estado moderno se genera otra ficción: la persona. Esta última posee derechos que delimitan el sometimiento a normas del Estado y su característica esencial es ser capaz de determinar su propia vida. La mantención de este poder estatal respecto del matrimonio atenta contra la persona. Es un choque entre dos instituciones sociales artificiales. Lo propio de una sociedad democrática es que los aspectos que conciernen a la vida privada de los ciudadanos dependan de su voluntad y no de la de un tercero que posee un poder mayor. No es raro suponer que lo que veremos en las próximas décadas será, paulatinamente, la extinción del matrimonio civil.
Los individuos, de acuerdo con su propio parecer, podrán decidir relacionarse entre sí del mismo modo como alguien entra o sale de un club social. Cada club puede tener sus propias reglas y cada cual antes de ingresar analizará si se somete a ellas o no. Quienes deseen certificar su relación de acuerdo con una iglesia determinada, ritual del tipo que sea o simplemente vía e-mail, es un asunto entre privados. El Estado solamente debería, y de modo "funcionario", poseer uniones civiles generales que los individuos deban llenar para determinados fines.
La permanencia del matrimonio bendecido por la iglesia secular estatal establece una separación de valor simbólico entre casados-solteros, casados-convivientes, que genera una injustificada discriminación. Por eso, mientras persista como institución, no se puede negar a nadie su acceso. Lo razonable y deseable es que el Estado abandone su arcaica pretensión de ser un nuevo Moisés.
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