El prójimo
Ideas – Libertad Digital, Madrid
Siempre he pensado que Hobbes tenía razón al desconfiar de los hombres en estado de naturaleza, cuando la vida era pobre, brutal y breve, según su descripción. Y también Maquiavelo al afirmar que los hombres somos egoístas y malvados. Nos organizamos como pudimos para no devorarnos los unos a los otros.
Sería errado creer que lo que nos llevó a las distintas formas de autoridad, cuya forma más compleja es el Estado, fue una idea de la justicia o de los derechos de todos y cada uno.
A todo eso se llegó posteriormente, a medida que construíamos la civilización, la única, la humana, con sus avances enormes y sus no menos enormes retrocesos, con su tremenda inestabilidad, debida a nosotros mismos y a nuestras incapacidades para asumir en lo personal lo que la historia general produce. Al principio se trató tan sólo de una cuestión de supervivencia, y la autoridad tuvo que imponerse violentamente, aunque fuese por motivos perversos, como el aprovechamiento de los frutos del trabajo de los más débiles por los más fuertes de la horda más o menos asentada.
La inmensa mayoría de los miembros de nuestra especie vive hoy en sociedades atrasadas, cuyo desarrollo no se corresponde con los niveles de saber alcanzados por el conjunto. Hay zonas de África en las que el hombre se encuentra en estado de naturaleza armada: se suma lo más primitivo y lo más avanzado, el palo ha sido reemplazado por exquisitas máquinas de matar pero los individuos se encuentran aún en los tiempos mentales del salvajismo, y no hay ni ha habido nunca buenos salvajes. Y lo que es peor, en mundos como el nuestro, el más próspero y sabio, las grandes ciudades tienden a generar sectores marginales que no superan en mucho los antiguos estadios. Hace unos años, cuando la gran crisis argentina me llevó a indagar lo que realmente estaba sucediendo, descubrí que en las villas chabolistas del entorno urbano de Buenos Aires había incontables familias, barrios enteros, que se encontraban ya en 2001 en la tercera generación de parados, que nunca habían sido integrados en ninguna forma de producción. Y encontré zonas en que eso había dado lugar a retrocesos tales que no se utilizaban cubiertos para comer, ni los jóvenes se habían calzado jamás. Eso sucedía en el llamado segundo cinturón de villas.
Hace unos cuatro mil años, el que pasó a la historia o a la mitología con el nombre de Abraham escuchó el llamado de Dios. En el Génesis quedaron establecidos los siete preceptos que se perfeccionarían, tras la salida de Egipto, en los diez mandamientos. Algunos de esos preceptos correspondían a una Weltanschauung de apariencia avanzada: no adorar ídolos, no blasfemar, no matar, no robar; pero otros remiten a un mundo considerablemente primitivo: no comer carne de animales vivos o no mantener relaciones sexuales ilícitas –en alusión tanto al incesto como a la violencia, la zoofilia y la homosexualidad–. Aparece allí también la idea de pacto, el que se establece entre el Señor y su pueblo, y los exégetas leen el precepto como orden fundacional de las cortes de justicia.
Todo el proceso, incluido el episodio del descenso de Moisés del Sinaí, es una historia de contención. No sabemos cuánto tardó Moisés en bajar con las Tablas, tal vez días, pero vio con claridad que si a los hombres se los deja solos, terminarán haciendo algunas de las cosas que no les está permitido hacer, porque conspiran contra la supervivencia de la comunidad, o haciéndolas todas. Sin alguna forma de coerción, el prójimo no es de fiar.
Dos mil años después de Abraham, vino Jesucristo y nos dijo que al prójimo hay que amarlo como a uno mismo. No, como algún narcisista pretende, más que a uno mismo, sino exactamente igual. Lo que no es poco. Ya no como proyecto, sino como exigencia, como propósito firme y constante.
Sé que no estoy recorriendo un camino nuevo, y que incontables generaciones de teólogos, moralistas y hasta juristas han pasado por aquí, muchos de ellos desesperados por precisar la dimensión de ese amor y por definir de manera precisa a ese prójimo al que hay que amar. He leído a unos cuantos, sin encontrar en sus textos consuelo alguno. Continúo sin saber quién es el prójimo. El próximo, el que está cerca, mi semejante. Hay personas a las que amo mucho más que a mí mismo, y cualquiera que tenga hijos sabe de qué hablo. Como lo sabe quien se haya enamorado alguna vez. Y personas a las que no amo en absoluto. Y personas a las que detesto sin ambages.
Y, sobre todo, personas a las que no considero mis semejantes ni mucho menos mis iguales. He aceptado el ritual democrático porque sin él nadie nos salvaría de retrogradar una vez más hasta el estado natural hobbesiano, pero cada vez que me convocan para que diga qué mal menor prefiero al gran mal que ya tengo, observo con horrible desconfianza a mi par ciudadano, que no ha hecho ni remotamente un esfuerzo por entender lo real comparable al que yo he hecho, y que tiene el mismo derecho que yo a pronunciarse. Es posible que ese prójimo, si coincide con los suficientes otros, me condene con su voto, y condene a mucha más gente, a una desgracia duradera.
He aceptado el ritual. Sé que de él pueden surgir y surgen, de hecho, monstruos insaciables dedicados al mal. No hago nombres, que los ponga cada uno de acuerdo con sus propios fantasmas. Sé que pertenecen a mi misma especie tanto como que es con ellos con quienes debo batallar a lo largo de toda mi existencia, pero ni el cielo puede pedirme que los ame como a mí mismo. Son mis próximos, están cerca –en mi casa, donde se meten sin ser invitados–, a lo sumo a una distancia de seis individuos, de seis grados. Puedo hablar con ellos, y lo he hecho más de una vez porque el periodismo y la política te ponen en situaciones ingratas, te llenan de malas compañías. Doy fe de que algunos, mal que me pese, me resultaron simpáticos, y salí palpándome el alma y preguntándome qué estaba fallando en mí, pero consciente de que nunca, en ninguna circunstancia, a menos que perdiera la razón, podía amarlos. Ni como a mí mismo ni de ninguna otra forma.
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