La burocracia
Ideas – Libertad Digital, Madrid
Allá por los años cincuenta, Pierre Daninos escribió Los cuadernos del mayor Thompson y Preston Sturges los llevó al cine. Era una comedia divertida y fácil de olvidar, pero fue terriblemente influyente, y devastadora para la imagen que el público tiene del funcionariado.
La historia está llena de libros así, que no valen gran cosa por sí mismos pero tienen el poder de cambiar una época y una visión del mundo. Se me ocurren en este momento El desafío americano, de Servan-Schreiber, y Lo que el viento se llevó. De este último, la película sigue mostrando un Sur de cartón piedra, una cumbre del romanticismo cinematográfico que para la mayoría resulta más verdadero que el de El nacimiento de una nación o Arde Mississippi. Schreiber, por ser quien era, influyó sobre hombres de gran poder y aprendió mucho de ellos: lo devolvió por escrito y vendió millones de ejemplares de esa mezcla explosiva, llena de realismo, que confirmó a casi todo el mundo en lo que creía, fuera esto lo que fuese. Después, naturalmente, desapareció.
Las ideas de Daninos acerca de la burocracia, en cambio, no pararon de multiplicarse y difundirse. Y en la España que suele autodefinirse por la envidia más de uno se alegró íntimamente –hubo quien lo hizo públicamente– de que se redujera el salario a los funcionarios, a los que se suele considerar parasitarios. Ni por un instante se acuerdan de su médico de la Seguridad Social ni del juez que tiene en sus manos graves asuntos pendientes, y que resultan ser también funcionarios, como no podía ser de otro modo.
El burócrata está ligado en el imaginario popular, muchas veces con razón, a la lentitud de la vida. Es cierto que si quieres iniciar una empresa, del tipo que sea, los impuestos previos y los largos trámites son desazonantes, pero de eso no tiene la culpa el burócrata, sino un sistema económico perverso que pone todas las trabas posibles a la libertad de empresa y, para ello, da cada vez más poder al Estado y menos al ciudadano. Todo lo cual se asocia a la lentitud de la justicia.
Se ha dicho muchas veces que una justicia lenta no es verdadera justicia –más aún atendiendo a la presunción de inocencia: si el acusado es inocente, padece un castigo innecesario en esas largas esperas, a veces en prisión–. Kafka ha proporcionado el modelo paranoico de ese tipo de justicia en El proceso. Pero nadie ha demostrado que una justicia rápida sea, por el dato mismo de su rapidez, más justa ni más precisa: hasta puede suceder lo contrario, si no se dedica el tiempo necesario a examinar pruebas y tomar declaraciones.
La justicia es lenta porque el sistema es lento, y el sistema es lento porque está dedicado a poner trabas a la libertad económica. No podemos pretender que cada una de sus partes funcione de manera independiente, a su propia velocidad, porque para impedir que eso ocurra hay una oscura trama de leyes, disposiciones, retenciones fiscales, de cuya ejecución está a cargo el burócrata, aquel a través del cual se manifiesta el sistema, sea quien sea (por ejemplo, el médico que no puede pedir determinados estudios y se ve obligado a derivar a su paciente a un especialista) y se halle en el puesto en que se halle. Este burócrata moderno, que ejerce al modo kafkiano su función, controla tanto como es controlado, es tan víctima como verdugo, tan reo como juez.
Los burócratas construyeron imperios. El Egipto antiguo no se puede concebir sin la burocracia sacerdotal, dedicada casi por entero al control de la producción de las orillas del Nilo y a la administración de la fuerza de trabajo. Roma fue, a la vez que una eficientísima maquinaria bélica, un ajustado aparato burocrático. Burócratas eran los monjes copistas de la Alta Edad Media que preservaron tesoros de la cultura antigua, a veces sin saberlo. Y el Vaticano es, sobre todo, una inmensa burocracia de la fe: la historia ha demostrado que es imprescindible para la supervivencia del catolicismo.
El burócrata es el chivo expiatorio sobre el cual descargar el odio a un sistema que limita los derechos naturales de los hombres –en especial la libertad, pero sin dejar de afectar a los demás–. En ocasiones es sustituido por la policía, el clero, otra nación sobre la que echar las culpas y, muy habitualmente, los judíos. El caso es poder acusar a alguien de los males del mundo sin ir al fondo del problema. Con eso se ha ido arreglando la humanidad durante siglos, perpetrando matanzas y librando guerras sin sentido, con la boca llena de gritos pidiendo libertad, pero sin saber bien dónde se encontraba ésta ni en qué consistía.
Ciertamente, los regímenes comunistas fueron grandes burocracias, pero su maldad intrínseca no radicó en ese dato, sino en el hecho de que estuviese al servicio de un objetivo totalitario. El crimen nazi, en cambio, dejó muy pocos rastros de papel: los exterminadores fueron eficientes, metódicos, productivos en la destrucción, nada burocráticos, y no dejaron ni los huesos.
- 23 de julio, 2015
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