El Nuevo Herald
Plaza de las Ventas, Madrid – El toro sabe que está a punto de morir. Le quedan segundos de vida. Lo han arrinconado. A cada lado tiene un torero ondeándole el capote, su cola pega contra los maderos del corral de la plaza y frente a él está el rejoneador, quien se ha bajado del caballo, y tiene su espada lista para matar. Por algo se llama rejón de muerte. Un chorro de sangre, producto de tres banderillas y un rejón de castigo mal colocado, le rueda por su torso. Más de 500 kilos de furia han quedado reducidos a un amasijo de músculos lacerados y un par de ojos aterrados. El toro se está desangrando y tropieza sin caer. Pero el matador no lo dejará morir así. Quiere volverle a clavar la espada, tras la nuca, y derrotarlo. Prueba una vez más y falla. El toro no cae. Trata de nuevo y el toro se derrumba sobre su espalda, con las cuatro patas al aire.
El mediocre matador sube ambos brazos y el mentón, esperando el aplauso de miles de espectadores que pagaron hasta 100 dólares por boletos para ver la tortura y asesinato de 6 toros. No recibe mucho. Algunos aplausos cortos y secos. Sale por un lado del ruedo, cabizbajo. Sabe que lo hizo mal. Aun así, quien murió fue el toro, no él. Lo que habla de la gigantesca desventaja en la corrida: un mal matador vive, un buen toro muere. Son casi las ocho de la noche pero el sol no se quiere enterrar en Madrid. La mitad de la plaza se quema irremediablemente a pesar de los sombreros y abanicos. Tres caballos arrastran al animal muerto. Uno de los cuernos deja su marca sobre la tierra. Le echan arena a la sangre sobre el ruedo, como maquillando una cicatriz. Aún faltan cinco toros por matar. Dudé mucho antes de llevar a mi hijo de 12 años a los toros. Pero él insistió y era absurdo ocultarle lo que puede ver en su laptop en youtube.
Esa tarde no había corrida de toros, era rejoneo; desde un caballo el rejoneador incita, esquiva, burla, clava las banderillas y mata al toro. Tengo que reconocer que tiene su gracia y talento esa danza de la muerte entre tres animales, aunque el resultado es totalmente predecible: el toro siempre muere. Y si sus largos cuernos ponen en peligro la vida del hombre o del caballo, tres toreros con capas color rosa entran corriendo al rescate. El primer rejoneador fue patético. Los otros dos, en cambio, fueron mejores en el arte de matar, es decir, acercaron peligrosamente el aterrado caballo al toro sin que recibiera un solo rasguño, y ejecutaron al toro desde su silla, no a pie. Uno de ellos, incluso, recibió una ovación y una oreja de premio por la faena que, de un espadazo, le cruzó el corazón al toro. El horror en los ojos de mi hijo, tras la muerte del primer toro, se fue transformando en una cansada resignación. Pero la matanza continuaba y tras el cuarto toro nos salimos.
Más que suficiente. La lección había quedado sellada con sangre; hay gente que mata por gusto. Desde luego, podemos argumentar que esta masacre forma parte de una centenaria tradición cultural muy ligada a la historia del país que visitamos.
Pero, al final de cuentas, pagamos por ir a ver matar animales. Reconozco un cierto grado de hipocresía al criticar la fiesta brava y, al mismo tiempo, comer carne, usar zapatos de cuero y tener una hermosa chaqueta argentina. Mi absurda justificación: no ver cómo matan a la vaca que me como y que me viste me distancia y exonera de su brutal ejecución (aunque yo sea su beneficiario final).
Sin embargo, hay algo fuera de lugar y moralmente condenable en convertir la muerte en espectáculo y en aplaudir el sadismo contra los animales. Al ser testigo de esa muerte soy, también, su cómplice. Estoy seguro, aunque no tengo cómo medirlo, que quienes hacen daño a los animales son también más propensos a la violencia contra otros seres humanos. Confieso que vi cuatro toros morir, despiadada y lentamente, y que no hice nada para evitarlo.