Doce millones
MADRID. – Es cierto que queda muy lejos de aquí. Pero por más lejos que quede no pueden resultarnos invisibles los doce millones de seres humanos que se están muriendo de hambre y de sed. Desde hace dos años no llueve en Somalia y la sequía asuela la tierra secando las plantas y hasta los animales comenzaron a morir antes que las personas.
Situada en el llamado “cuerno de África”, Somalia es el ejemplo dramático de lo que se llama “un Estado fallido”. Desde el golpe de Estado que derrocó al dictador Siad Barré en 1991 no fue posible formar un nuevo gobierno. El país se convirtió entonces en un territorio sin Gobierno y sin Estado, en manos de diferentes clanes que pelean entre sí por lograr el dominio de la región sin que ninguno lo haya logrado en estos veinte años.
Somalia se ha convertido en refugio de piratas que viven del secuestro de barcos en el océano Índico y el cobro de rescates que alcanzan a varios millones de dólares. Si bien la Unión Europea y los Estados Unidos han enviado barcos de guerra para proteger a los barcos que transportan petróleo y a los que se dedican a la pesca del atún, el negocio de la piratería ha disminuido nada o muy poco.
El sur del país, donde se encuentra Mogadiscio, la capital, está en manos de Al Shabab, milicia islámica fundamentalista que la semana pasada decidió abandonar la ciudad. Sus miembros dicen ser la versión de Al Qaeda en Somalia y han impuesto prohibiciones ridículas o crueles, según cómo se las mire: se han prohibido la música y el fútbol, las mujeres no pueden llevar sostén y los hombres deben usar barba. De todas sus disposiciones, la más criminal ha sido prohibir las campañas de vacunación a los niños. El resultado es que en este mismo momento, millares de niños mueren a causa del sarampión en los hospitales cuya capacidad ha sido sobrepasada varias veces. Ante tal situación, miles de somalíes han decidido emigrar hacia Etiopía y Kenia donde existen campamentos de refugiados que albergan a 160.000 personas que huyeron de su país. El ejército de Al Shabab lo tenía prohibido, por lo que la gente debía huir de noche, con muy pocas pertenencias por si eran descubiertos. Pero los hombres siempre disparaban antes de preguntar.
La Agencia de Cooperación de Estados Unidos de América afirma que en los últimos meses han muerto más de 25.000 niños menores de cinco años víctimas de la hambruna. La sequía, la peor que se recuerda en sesenta años con su natural consecuencia, se ha cobrado la vida de todos estos niños y además amenaza a los doce millones de somalíes que viven en todo el territorio donde la sombra de la guerra no se desvanece. Nadie cree que los fundamentalistas de Al Shabab hayan decidido abandonar totalmente una región que dominaban. Lo más probable es que hayan decidido quedarse en los alrededores de Mogadiscio y llevar adelante, desde allí, una guerrilla de desgaste. Será una estrategia lenta, pero mucho más barata que una guerra abierta y continuada, como la que vienen librando desde hace veintidós años.
La ayuda humanitaria que llega es insuficiente. Algunos clanes no permiten que ella llegue a las regiones que dominan mientras que los de Al Shabab habían condicionado a Naciones Unidas que permitirían la ayuda humanitaria siempre y cuando no hubiera mujeres dentro del grupo. El apoyo que recibe el país proviene de la llamada Unión Africana que ha enviado nueve mil soldados, pero que no son suficientes para controlar todo el territorio. Mientras tanto, el próspero Occidente mira hacia otro lado. La miseria no da fama, ni elegancia, ni esplendor, ni boato, ni ganancias a nadie, ni siquiera a los sepultureros porque en medio de tanta miseria un miembro de la familia envuelve con una tela el cadáver del pariente muerto y lo entierra en cualquier parte.
¿Qué futuro le espera a un país en el que sus niños mueren antes de llegar a los cinco años? ¿Sobrevivirá alguno que pueda contar la historia? ¿O solo quedarán los piratas ocupando todo su tiempo en secuestrar barcos? Somalia queda lejos de aquí, muy lejos. Por eso no vemos a sus muertos.
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