Brasil: Los problemas se amontonan en la mesa de Dilma Rousseff
MADRID. – El domingo 28 de agosto, La Nación de Buenos Aires titulaba “Brasil da señales de fatiga: crecerá menos este año y la industria está estancada”, en una larga nota dedicada a analizar la situación económica de su país vecino. Simultáneamente, y en total asintonía con lo anterior, EUBRASIL, el lobby probrasileño (y oficialista) asentado en Bruselas, publicaba un comunicado que comenzaba señalando: “Brasil tem maior superavit primário em julho desde 1997, a pesar da crise mundial”, en el mejor estilo del optimismo nacional, tan autocomplaciente como de costumbre.
Los datos publicados por La Nación constituyen un notable toque de atención sobre el futuro inmediato del gigante suramericano. Frente a un 7,5% de crecimiento en 2010, las estimaciones para 2011 quedan a una gran distancia y oscilan entre el 3,7 al 4% del gobierno, y las del 3,2 al 3,5% de algunas consultoras privadas. Junto a estos datos, hay otros para todos los gustos. En un platillo de la balanza encontramos las altas cifras de inflación, que en el último año ha acumulado un 6,87%, aunque en los últimos meses está algo más controlada. Pese a todo, se sitúa muy por encima de la meta del 4,5% fijada por el gobierno.
También ha bajado el índice de confianza del consumidor y el peso de la industria en las exportaciones. Esto último habla de un profundo dilema para el futuro económico de Brasil, que se incrementará cuando el país se convierta en un importante exportador de hidrocarburos. Me refiero a la reprimarización de su economía, una economía que en los últimos años ha estado demasiado pegada al auge de las commodities y al abastecimiento del mercado chino. De ahí el esfuerzo que deban hacer sus autoridades para evitar que la “enfermedad holandesa”, que tanto daño hace en países como Venezuela, se cebe sobre Brasil.
Simultáneamente hay otros datos positivos, como la reducción del paro, que en julio bajó un 0,2% para situarse en el 6%, o el ya mencionado crecimiento del superávit primario. Con todo, si algo prima en el escenario del futuro inmediato de Brasil es la incertidumbre sobre lo que pueda pasar, especialmente en un entorno internacional tan complicado. Muchos expertos creen que el peso del mercado interno, aumentado con el potente incremento de las clases medias en los últimos 15 años, será determinante para evitar los efectos de una nueva recesión mundial, mientras otros estiman que el sector exterior es clave para el futuro del país y su consolidación como un actor global relevante. Precisamente, una de las cuestiones que debe decidir el gobierno de Rousseff es a qué sectores productivos primará con su política económica y cómo hacer para que Brasil siga contando con un pujante sector industrial.
Pero los problemas económicos no son los únicos que se agolpan sobre la mesa de la presidente, y que ésta deberá resolver en el corto plazo, especialmente si quiere comenzar a plasmar la imagen de un nuevo Brasil y solventar algunas cuestiones cada vez más preocupantes, como la corrupción, que ya le ha costado la silla a algunos ministros y altos cargos de su gobierno y ha provocado más de una fractura en la extensa coalición oficialista.
Con su particular y directo estilo de gobierno, muy apreciado por la opinión pública e, inclusive, por la oposición, Rousseff está afectando a numerosos intereses creados, en el gobierno federal y también en los gobiernos de los estados y ayuntamientos, en la administración pública, en el parlamento y en los numerosos partidos que integran la coalición oficialista. La cercanía del Mundial de fútbol de 2014 (que serán presididos por la presidente) y de los Juegos Olímpicos de 2016 ha acentuado la atención mundial sobre Brasil y la resolución de algunos conflictos políticos y económicos será objeto de especial escrutinio internacional.
Por eso, la lucha contra la corrupción también se ha convertido en un símbolo de su presidencia, aunque aquí ni las visiones ni la forma de hacer política de unos y otros son coincidentes. En primer lugar tenemos las diferencias de estilo entre Lula y Rousseff, que no sólo afectan la forma en que se acepta o se rechaza la corrupción, sino también la forma de relacionarse con su propio partido (el PT) y con la oposición, comenzando por el estratégico PMDB, pero también por otros más pequeños, pero no por ello menos vitales. Es cierto que el sistema político brasileño no favorece las cosas, dado el delicado equilibrio existente entre el gobierno federal y los gobiernos estaduales, pero las ansias desmedidas de algunos políticos tampoco las facilitan demasiado.
No se olvide que en 2014 hay elecciones presidenciales y que la incógnita en torno a la identidad del candidato oficialista (Rousseff o Lula) todavía no se ha despejado, aunque ambos tienen un gran interés en conducir los destinos de su país entre 2014 y 2018. En 2014 Lula tendrá casi 70 años y dada su enorme vocación por la política, y últimamente también por el poder, intentará ser nuevamente candidato, salvo que Rousseff tenga un más que considerable apoyo popular. Aquí encontramos una de las claves del diferente empeño puesto por los distintos sectores del PT en la lucha contra la corrupción, a lo que se suma la nunca resuelta relación entre el mentor y la pupila, siempre difícil si el mentor es un personaje como Lula, con su gran carisma y aceptación popular.
Respecto a la coalición de gobierno, clave de la gobernabilidad, se ven importantes diferencias entre el estilo de Lula y el de Rousseff. No se trata únicamente de que Lula pueda tener más cintura política que se sucesora, o que dedicara más tiempo a negociar con los partidos aliados y sus dirigentes, sino que la actual presidente entiende que es a ella a quien le corresponde formar el gobierno y nombrar a sus ministros, secretarios de estado e inclusive a los niveles intermedios, mientras que en el pasado las componendas entre unos y otros dejaban un mayor margen para las dirigencias de los partidos próximos al PT.
Junto a estas cuestiones hay otras que también merecen la atención presidencial, como la política de Defensa. La salida de Nelson Jobim, perteneciente al PMDB, del ministerio de Defensa y la vuelta de Celso Amorim al gobierno no sólo ha roto un delicado equilibrio, sino también ha introducido una serie de interrogantes en torno a las relaciones entre gobierno y militares. A esto se agrega otra cuestión que de forma algo inexplicable, aunque haya respuestas para todos los gustos, se ha convertido en una especie de fetiche para los últimos gobiernos brasileños: contar con un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. No se trata de que los países no tengan objetivos a largo plazo, sino de que en torno a éste, de no fácil consecución, Brasil está poniendo en juego demasiado y subiendo la apuesta de forma permanente. Y aquí, como en la lucha contra la corrupción y el mantenimiento de la coalición gubernamental, el problema, como en la “Siete y media”, no es no llegar sino pasarse.
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