¿Cuánto dura la alegría colectiva?
Quizá la alegría más pasajera es aquella que expresan las muchedumbres tras la sustitución, por vías violentas o no tan violentas, de una fuerza que se ha prolongado por largo tiempo en el poder político. Muchos recordarán las imágenes transmitidas al mundo de las campanas repicando al aire, las sonrisas y los abrazos en las calles de Managua, tras la caída de Somoza.
Parecidas escenas se habían vivido en las calles de La Habana, años antes, tras la caída de Batista y el triunfo de los revolucionarios. O hace poco en las calles de El Cairo y Trípoli, luego del desmoronamiento de los regímenes de Mubarak y Ghadafi, respectivamente. Pero también aquí en San Salvador, cuando tras 20 años de gobiernos de ARENA, el FMLN ascendió, por fin, al poder político.
Algo termina y ese algo que comienza genera la ilusión de una vida nueva y feliz; nada volverá a ser igual. Todo lo malo queda atrás y ahora viene lo mejor. Son esas horas fugaces cuando la euforia produce canciones de solidaridad y poemas de amor. Cuando los que se sintieron marginados u ofendidos por los que hasta hacía poco tenían el poder, creen firmemente que llegó la hora de la justicia.
Y entonces comienzan a pasar los días, las semanas, los meses y los años y de aquella alegría colectiva sólo queda, si acaso, el recuerdo. La frustración, el desencanto y hasta la ira sustituyen el lugar donde estuvieron por algunos momentos la esperanza y la ilusión. Y como en la canción de Serrat "… con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza, y el señor cura a sus misas".
Imagino París aquella lúgubre mañana del 21 de enero de 1793. Luis XVI, completamente vestido de blanco, fue trasladado al patíbulo donde lo aguardaba la guillotina. Dice una crónica que el rey subió con dignidad los peldaños del cadalso. Quiso decir algo pero no lo dejaron. El verdugo le colocó la cabeza en el terrible instrumento. A eso de las diez y cuarto la filosa hoja le cortó de tajo la cabeza.
En ese momento alguien gritó "Viva la República" y la muchedumbre estalló en gritos y aplausos. Luego, mientras rodaban las lágrimas de felicidad, el pueblo de París entonó La Marsellesa. No se habían apagado los cánticos cuando el nuevo Gobierno dirigido por Robespierre, llamado "El incorruptible", inauguró lo que históricamente se ha conocido como la era de "El terror".
Miles de personas acusadas de enemigos de la República, entre humildes y ricos, nobles, burgueses y antiguos aliados fueron guillotinados. El mismo Robespierre, fue decapitado un año después de haber triunfado la revolución. Casi nada duró la alegría.
La misma historia ya había ocurrido antes y ha venido ocurriendo hasta nuestros días. Cambian los protagonistas, los países, las circunstancias. Lo que siempre es igual es el desencanto que inmediatamente sigue a la explosión de felicidad que produce "la victoria", como la dolorosa resaca tras la noche loca.
"El recurso del método", la novela de Alejo Carpentier, es la historia de un dictador latinoamericano, que es derrocado tras largos años de tiranía. Su caída provoca la alegría del pueblo y el ascenso al poder de su eterno crítico y opositor. El nuevo gobernante promete desterrar todo lo malo y construir todo lo bueno. Pero muy pronto, demasiado pronto, comienza a parecerse, en todo, al antiguo dictador.
Es así tantas veces en la vida real: el reprimido ya en el poder se convierte en represor, los antiguos presos y torturados en carceleros y verdugos. El que con tanta pasión criticó la corrupción se convierte en el nuevo y quizá más voraz corrupto, mientras las ilusiones y la esperanza de la gente se marchitan y mueren. No, no dura mucho la alegría de las revoluciones.
Ciertamente la democracia liberal no es perfecta ni pretende serlo. No es apasionante sino más bien aburrida. Al contrario de las revoluciones, tan llenas de emoción y heroísmo, es una serie de hechos normales y reflexivos. Nadie espera que de las alternancias democráticas surjan ríos de leche y miel y que nazcan hombres nuevos. Y quizá por eso, en una democracia madura, la alegría del partido ganador no llega nunca a la euforia desbordada que produce el triunfo de una revolución que todo lo promete.
Pero por eso mismo los países democráticos, sin ser perfectos, son los más estables, los más seguros y los más prósperos. Allí donde todos se quieren ir a vivir.
El autor es columnista de El Diario de Hoy.
- 23 de enero, 2009
- 23 de diciembre, 2024
- 24 de diciembre, 2024
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