Una noche en el abismo
El 12 de septiembre de 2001, el periodista Julio A. Parrado traspasó el perímetro de seguridad de la Zona Cero. Éste es el relato de lo que vio.
Bajo por Maiden Lane hasta las puertas del mismísimo infierno. A los lados quedan camiones de reparto perforados por ambos lados, patrullas policiales volcadas y coches apilados unos sobre otros. Antes de dar el paso final, me asomo al edificio del Nasdaq, reconvertido en un centro de atención de los equipos de rescate. Corpulentos bomberos se derrumban sobre la camilla víctimas de la asfixia. 300 de sus colegas yacen bajo los escombros. Al agente Luffing, de la policía de Nueva York, un irlandés de brazos de acero y cara de niño, ya no le preocupa el humo. Se fuma pausadamente un cigarrillo sobre la antigua recepción del Nasdaq, donde parpadea sin cesar una señal que repite «FIRE».
Así, como si estuviera en la barra de un bar al final de una dura jornada, el policía inspira sosegadamente y exhala llenando sus ojos azules de lágrimas. Me apetecería abrazarlo, pero alguien me pasa un casco de emergencias. Junto a mi compañera, me incorporo a un grupo de fornidos hombres con aspecto de leñadores. Son 20 voluntarios que se atreverán a escarpar la montaña de acero y muerte. «Tomad mucha agua. Seguro que vamos a estar horas sin tomar un trago», les dice el capataz, mientras se enfundan chaquetas de protección, cascos y guantes. Me atrevo a seguirlos tras un coche de bomberos. Hasta la misma base del montón de escombros. Los voluntarios comienzan a escalar la montaña. Yo he llegado hasta aquí. Incapaz de dar el salto final hasta ese negro abismo.
Las tumbas de San Paul y de Trinity Church cobran de repente todo su sentido y su lúgubre lógica. Los dos viejos cementerios de Manhattan, en el centro del distrito financiero, eran dos rincones pintorescos y oscuros, encajonados bajo la sombra de las Torres Gemelas. Esta noche de espeso color gris, los dos camposantos de lápidas decimonónicas lucen hasta acogedores. Al otro lado de sus rejas, retorcidas por la onda expansiva, se extiende la inmensa mole de escombros y acero quebrado. Debajo de ellas yacen, sin nombre, 1.000, ¿2.000?.. ¿10.000? Nadie se atreve a poner un número todavía. Son las 10 de la noche y, casi sin quererlo, he superado todas las barreras policiales hasta alcanzar el epicentro del horror.
Entre el caótico ir y venir de coches de bomberos y tractores pala, nadie echa cuenta de mí. Quizás porque luzco como un muerto andante. El espectáculo es tan impactante que camino dando tumbos, tratando de adivinar qué nombre se oculta tras las cenizas, qué negocio habría en esta esquina, qué dirección tomar, en suma.
He logrado entrar en el perímetro de máxima seguridad atravesando un sucio y oscuro túnel debajo del Puente de Brooklyn. La policía ha desplegado antorchas artificiales para facilitar el tráfico de los vehículos de emergencia. De repente, la nube de cenizas, arena y amianto pulverizado me cae encima, a pocos metros de la plaza del Ayuntamiento. Las dos Torres Gemelas estaban recubiertas de este material aislante, prohibido actualmente por su alto contenido cancerígeno.
La máscara es el mínimo requisito para que los pulmones y los ojos no acaben anegados de la peligrosa sustancia. Es imposible distinguir el color de los coches. Sobre un parabrisas alguien ha dibujado a mano un «¡Dios nos salve!». Pero el panorama se vuelve aterrador frente al Ayuntamiento. La alfombra de papeles se torna espesa. Manuales financieros, copias de emails, «Señor Williams, Oppenheimer Funds», se lee en un trozo que voló más de un kilómetro de distancia, desde el piso 38 de la Torre Sur hasta el pequeño parque municipal. La puntiaguda torre gótica del Woolworth Building se desdibuja entre el humo. El histórico rascacielos ha perdido su elegancia y sólo muestra sus contornos afilados y amenazantes.
Junto a Park Place, el agua, los papeles y las cenizas han creado barrizales infranqueables de un color imposible. Por fin, a la derecha se muestra la Torre 7, el tercer bloque en caer. Albergaba oficinas de los servicios secretos federales, del FBI y el Centro de Emergencia del Ayuntamiento. Creo que su color era de un rojo pálido. Hoy es también indefinido. Al fondo, recortado por los focos de la policía, se percibe un trozo de la fachada de la Torre Sur. La explosión le ha dado una caprichosa forma de palas invertidas.
Tengo que mirar dos veces hasta darme cuenta de que estoy frente al edificio de Moody's, la poderosa agencia que califica el riesgo de las inversiones. De este edificio salen informes que marcan el destino de empresas y países. Y sin embargo, parece que hace siglos que nadie ha franqueado sus puertas. De hecho, en todo este paseo he tenido la sensación de haber atravesado el túnel del tiempo y de regresar a un Nueva York abandonado por el ser humano. Frente a la polvorienta estatua de George Washington, en las escalinatas del Federal Hall National Memorial, me siento como Charlton Heston en la última escena de El Planeta de los Simios.
Pese al paisaje de catastrófico futurismo, este es desgraciadamente nuestro Nueva York de siempre. Las vidrieras de los negocios y los edificios colindantes a las Torres no existen. Por un escaparate roto asoman colecciones de postales con todas las estampas reconocibles de la Gran Manzana. Las de las Gemelas ocupan, por supuesto, un lugar prominente. La librería Borders —recuerdo que compré allí mi primer libro recién llegado a la ciudad— pasó a la Historia. El edificio que ocupa se pliega como un acordeón. Ese es otro de los muchos inmuebles afectados mortalmente que terminarán derribados tarde o temprano. Es difícil pensar que el distrito financiero pueda recuperar la normalidad en poco tiempo.
Julio A. Parrado murió en en Bagdad el 7 de abril de 2003, 'empotrado' con las tropas de EEUU. Este artículo se publicó en El Mundo el 13 de septiembre de 2001.
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