El peligro de lo «Público»
Debemos ser cuidadosos al apellidar “público” a cualquier término recogido por el sistema legal. Especialmente en países como el nuestro debemos ser muy concientes que bajo el paraguas de lo “público” y lo “social” se han cobijado varios de los más reprochables abusos estatales.
Hayek alertaba sobre el cuidado que debemos tener de las “palabras-comadreja”. Recordando un mito nórdico que atribuía a la comadreja la capacidad de succionar el contenido del huevo sin quebrar la cáscara, Hayek sostenía que existen palabras que, cuando eran agregadas a otras, tienen la capacidad de privarlas de su significado. Esto, decía Hayek, sucedía con la palabra “social”. Cuando hablamos de “Estado social de derecho”, se pervierte la idea de Estado de Derecho. Cuando hablamos de “justicia social” se pervierte la idea de justicia. Y cuando hablamos de “propiedad social” –a la usanza velasquista- pervertimos la palabra propiedad.
Algo similar sucede con la palabra “público”. Cuando añadimos la palabra “pública” al término necesidad, éste último pierde su significado. La “necesidad” es una carencia que solamente puede experimentar el individuo, por lo que al calificar de pública una “necesidad” se lleva a pensar que existen necesidades qué se extienden más allá del ámbito individual, lo que no puede ser cierto pues simplemente se trata de la sumatoria de necesidades particulares. Y así, bajo el término “necesidad pública”, se suelen enmascarar atropellos a los intereses individuales, bajo el falso paraguas protector de una “necesidad” mayor a la de los individuos.
El peligro de la palabra “público” es bien graficado por la historia de los servicios a los que el Estado le ha impuesto ese apellido, la cual es reseñada por Jorge Lazarte en el libro “Libertad de Empresa y Servicio Público” (UPC, 2005).
Lazarte narra cómo la primera teoría del servicio público es postulada por el socialista utópico León Dugüit, quien define al servicio público como “toda actividad cuyo cumplimiento debe ser regulado, asegurado y fiscalizado por los gobernantes, por ser indispensable a la realización y al desenvolvimiento de la interdependencia social”. Así, con esta gris definición que permitía que el gobernante de turno interviniese en los servicios privados a su antojo, la producción de tabaco o el servicio de aniquilación de una plaga de víboras llegaron a padecer la calificación de servicios públicos.
Posteriormente, los servicios públicos pasaron a ser entendidos como actividades de especial importancia para la población y que debían ser prestadas por el Estado. Así con la calificación de “público” del servicio, se privó al mercado de la posibilidad de brindar numerosos servicios que hasta el momento prestaba sin mayores problemas, abriendo el paso al ineficiente Estado empresario y a la nacionalización de numerosas actividades.
Más tarde, cuenta Lazarte, se echó mano de conceptos tan arbitrarios como el “interés general”, la “necesidad colectiva”, la “actividad esencial” y la “prestación obligatoria” para logar una definición. Con ello, solamente se logró lanzar a los servicios privados en una caja llena de palabras-comadreja ávidas de desproveerlos de su real sentido.
Ni siquiera las definiciones técnicas parecen permitir salvar a los servicios públicos de políticas populistas y mercantilistas. Hoy en día, por ejemplo, parece existir cierto consenso dentro de la teoría económica respecto a que la telefonía fija es un caso de monopolio natural, que constituye un servicio público y que debe ser regulada. La historia de la prestación de este servicio, sin embargo, lleva a conclusiones distintas. Thomas Di Lorenzo cuenta que a inicios del siglo XX más de 3,000 empresas telefónicas competían en los Estados Unidos en dicho mercado. Él narra cómo el establecimiento del monopolio telefónico fue una conspiración entre AT&T y los políticos que querían ganar votos ofreciendo un servicio telefónico universal. Una vez establecido el monopolio llegó la regulación y luego la captura de la reguladora. Así, de no haber sido por la intervención política, probablemente en los Estados Unidos nunca se habría hablado de que la telefonía era un monopolio natural ni un public utility que debía ser regulado.
Esta permeabilidad de las definiciones técnicas a factores políticos e ideológicos ha sido brillantemente descrita por Ronald Coase. El señalaba que la teoría económica contemporánea ha sido tan invadida por una concepción ideológica intervencionista que las empresas no podían ganar en ninguna situación. Si una empresa cobra precios demasiado bajos, la sancionan por precios predatorios. Si cobra precios demasiado altos la sancionan por precios excesivos. Y si cobra el mismo precio que todo el mundo la sancionan por concertación de precios.
El apellido “público” suele ser un instrumento de intereses políticos y de grupos de poder, que constantemente pone en jaque a la esfera privada y al desarrollo. Ya es hora que advirtamos los intereses que se esconden detrás de términos mal utilizados y que comprendamos que, parafraseando un conocido libro, para problemas públicos, las mejores soluciones son las privadas.
Fernando Cantuarias S. es Decano de la Facultad de Derecho de la UPC y miembro del Comité Directivo de la Sociedad de Economía y Derecho
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