Bolivia: una revolución devorada por sus inercias
Bolivia no suele ser sólo Bolivia. Ni sus conflictos, cerrados sólo en sus cuestiones domésticas. Hay una excepcionalidad con esa tierra que obliga a visualizarla de un modo igualmente particular en las relaciones políticas regionales. No es para menos. Bolivia es el único país del área donde las rebeliones populares echaron por la ventana a dos presidentes constitucionales , el liberal Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre de 2003 y el centroderechista Carlos Mesa, en junio de 2005. No fueron golpes, sino insurrecciones con todo el efecto imitador que semejante proceso puede acarrear. Es también el único país que convirtió en demócrata a uno de sus peores dictadores, Hugo Banzer.
Aunque Evo Morales forma parte, es verdad, de la legión de liderazgos ultrapersonalistas y reformistas que desembarcaron en estas orillas como consecuencia del abismo de pobreza que dejó el experimento liberal de los 90, es el único caudillo verdaderamente ungido de abajo hacia arriba. El resto de sus colegas de discurso revolucionarios sencillo y amontonado, son parte de liderazgos impulsados desde arriba, es decir a partir de y por las estructuras del poder, como Hugo Chávez o Daniel Ortega. Pero Evo responde a esas tensiones en las masas que no trepidaron en limpiar dos veces de sus gobernantes el Palacio Quemado y apostar a un dirigente de su propia entraña . Excepcionalidades mucho más centrales incluso que su condición indígena, al cabo esta última una obviedad en el gobierno en un país donde los indígenas son 80% del pueblo y de los votantes.
Pero al igual que sus colegas del rito bolivariano, Evo es en sí mismo un páramo ideológico en el que conviven -y veces a los codazos- todas las tendencias . Quien mejor ha reflejado este raquitismo es el vice Alvaro García Linera, un intelectual de pasado guerrillero que en una impresionante parábola describió en marzo pasado a una huelga en demanda de aumentos salariales como una conspiración de la derecha para derrocar al gobierno nacional y popular (!).
Aquel reclamo de inicios de año por aumentos de sueldo para los dos millones de trabajadores de la COB que acabó en un magro acuerdo de suba de 11% contra el no menos flaco 15% que pedían los sindicalistas; como, ahora, el enorme desastre que se produjo a partir de la resistencia campesina a la construcción de una ruta en el Amazonas boliviano, reflejan bastante más de lo que puede sugerir una primera noción. Evo Morales tiene razón en defender esa ruta. Cualquier visión auténtica de progreso no lo discutiría. Pero es importante conocer que ese camino es una obra financiada por Brasil y construida por empresas de ese país para canalizar a los puertos de Chile y Perú y de ahí a Asia de la producción agropecuaria brasileña, esencialmente soja.
El campesinado cocalero donde nace el propio Morales como sindicalista y político, ve cantidad de fantasmas en esa ruta, pero lo que está reflejando el conflicto es mucho más que una furia ecologista o de temor a la extensión de la frontera cocalera. Y es también mucho más de lo que se ve lo que el gobierno ha buscado defender con una represión durísima al estilo del palo para aplastar ideologías que hicieron costumbre los regímenes autoritarios que plagaron la historia de saqueos de Bolivia. Los números aburridos oficial dicen que desde que Evo llego al poder en 2005, nada ha cambiado esencialmente en los niveles de pobreza que sigue intoxicando a 60% de los bolivianos , con 24,4% en la indigencia. Eso ubica a Bolivia junto a Haití y Mongolia entre los países con niveles severos de malnutrición en el mundo.
En Bolivia funciona un programa de asistencia que inauguró el propio Morales. Es una especie de asignación universal que cubre las necesidades de las mujeres embarazadas, los niños y los ancianos . Eso le dio un gran impulso al gobierno y explica la victoria por el 60% (no perder de vista ese número) en la reelección de 2009 que obtuvo este líder indígena. Pero ese éxito que contó con el apoyo de la central sindical COB, se transformó luego en un desafío.
El costo de vida en alimentos alcanzó este año 18%, con extremos como el azúcar en 100%.
El transporte se disparó al 52,7%. Esos datos fueron los que motivaron las huelgas de comienzos de año, incentivadas además por el descomunal aumento de más de 80% que el gobierno intentó imponer en las naftas en diciembre pasado y que debió recular cuando Evo advirtió que, por una razón similar, el pueblo se desprendió de muy mala manera del liberal Sánchez de Lozada.
La carga para estigmatizar como agentes de la CIA, del imperialismo, las dictaduras genocidas y la derecha más retrógrada a la dirigencia indígena y sindical y a la oposición que no concuerda con el gobierno, constituye allí y en el resto de ese universo, una forma desesperada de teñir la realidad.
Lo que le sucede a Evo, confrontado además porque ha comenzado a romper subsidios para aliviar un déficit de más de 4% del PBI (gastos por encima de ingresos y consecuente ajuste que se traslada a la base social), es que esa realidad contradictoria denuncia las limitaciones de su capacidad de cambio.
Es un concepto importante. Se trata de la barrera que intelectuales como Samir Amin visualizaban como la que frenó la capacidad de transformación de buena parte de la dirigencia nacida del proceso descolonizador de la primera mitad del siglo pasado y que acabó como déspotas o, en términos más benevolentes, dogmáticos atrincherados contra cualquier disenso, como le sucede a Chávez y sus socios hegemónicos. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán sintetizó con claridad en una columna en El País de Madrid uno de los ejes centrales de este problema: “Sin instituciones sólidas – escribió-, el caudillo termina siendo víctima de las fuerzas que lo encumbraron”. ¿Qué habrá pasado con esta región y sus liderazgos, que acabaron disputando con las pasadas dictaduras militares la paternidad de su desprecio por las formas republicanas? La respuesta a esa pregunta está pendiente, pero la historia, se sabe, sólo se formula aquellas que puede responder.
Copyright Clarín, 2011.
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