Cuba pone de rodillas a la prensa extranjera
La Habana – El barman le hizo un guiño al reportero, antes de decirle casi en un susurro «no vayas a escribir que esto te lo conté yo». Y el periodista, creyéndose sagaz, se limitó a citar que el dato se lo había dado un graduado de Economía que preparaba daiquiris en un hotel de Varadero. Semanas después aquel corresponsal de una agencia extranjera acreditada en Cuba supo que su informante había sido despedido por sospechas de colaborar con el «enemigo». Entre los colegas que siguen despachando cócteles en aquel bar la lección ha quedado aprendida para siempre: dar una opinión es delatarse. La próxima vez que vuelva algún curioso a preguntar, le dirán que todos está bien y que «la revolución avanza indeteniblemente».
Para las autoridades cubanas cualquier periodista extranjero, especialmente si procede de un país capitalista desarrollado, es potencialmente un adversario. Esto ha sido así desde siempre, pero a partir de los acontecimientos en el norte de África las sospechas han recrudecido. Un complicado entramado de autorizaciones y regaños atan de pies y manos a quienes informar desde el interior del país con una credencial en la solapa. El temido Centro de Prensa Internacional (CPI) se erige como el organismo encargado de poner los límites y dar el correspondiente tirón de orejas cuando el reportero cruza la línea de la crítica. En juego está desde su visa para permanecer en territorio nacional, hasta detalles en apariencia baladíes como la posibilidad de importar un auto nuevo o adquirir una consola de aire acondicionado para su casa.
El CPI es voluble y se molesta con casi todo, de manera que tiene permanentemente en jaque a todos su subordinados. Lo mismo puede reprenderlos por alejarse de la posición oficial que por acercarse demasiado a ella. Hace unos años el corresponsal de una importante agencia internacional fue requerido por haber escrito en una nota la frase «Cuba, la isla comunista». Molesto, un funcionario con evidentes ademanes de policía político, increpó al joven periodista por elegir un «adjetivo con tanta carga peyorativa» para describir el sistema político de la nación caribeña. El corresponsal extranjero salió más confundido de aquella entrevista. Le costó largos meses y la escritura de notas bastante cándidas para poder ganarse que lo recibieran nuevamente en las oficinas del CPI.
La disyuntiva de los corresponsales extranjeros se expresa entre defender el espacio alcanzado haciendo concesiones informativas o lanzarse a narrar la realidad y exponerse a la expulsión. Los grandes medios internacionales quieren estar aquí cuando llegue el tan esperado «día cero». Desde hace años están tratando de mantener sus posiciones para lograr ese reportaje que todos imaginan con fotos a dos páginas, testimonios de gente emocionada y banderas de colores batiendo por todos lados. Pero el escurridizo día se demora y se demora. Mientras tanto, las mismas agencias que refirieron los sucesos de la Plaza de Tahrir o los combates en Libia, disminuyen aquí el impacto de determinados fenómenos o simplemente se callan para conservar su permiso de residencia en el país. La mordaza se hace más dramática entre aquellos periodistas foráneos con familia en la isla que deberán separarse de ella o llevársela si les revocan la acreditación. Los torvos funcionarios del CPI sí que conocen bien los finos hilos del chantaje emocional y los tensan una y otra vez.
Sin embargo, hay veces que estos mecanismos de control y coacción dejan de funcionar, o el propio Gobierno quiere dar un escarmiento a la prensa extranjera por ciertos atrevimientos. El caso más reciente ha sido el de Mauricio Vicent, corresponsal del diario español El País, a quien han suspendido la licencia para trabajar en Cuba. Las autoridades argumentan que después de veinte años de trabajo como periodista acreditado, Vicent se había parcializado y trasmitía una imagen distorsionada de nuestra realidad. La caída en desgracia de este importante reportero es una señal enviada también al resto de sus colegas.
Para el Gobierno, el tema del control de la información se ha vuelto cada día más estratégico. Después de la llamada «primavera árabe, las autoridades son conscientes del importante papel que juega el flujo noticioso en preparar a la opinión pública internacional ante la caída de un régimen. Los analistas oficiales advierten que los reportajes críticos sobre la situación cubana podrían alimentar una condena en Naciones Unidas e incluso una invasión armada extranjera. Hace unos meses un editorial de Granma hablaba de que se «están fabricando pretextos» para que las bombas caigan sobre La Habana como lo hicieron sobre Trípoli. Ante este tópico de la «información como traición», es muy difícil mantener la profesionalidad periodística.
Para colmo, los opositores están más inquietos que nunca y no pasa una semana sin que ocurran incidentes donde pequeños grupos de disconformes organizan una protesta pacífica. Estos acontecimientos y los actos represivos que les siguen, salen a la luz pública porque cada día hay más periodistas independientes que los reportan y porque los propios protagonistas han ido aprendiendo a narrarse a sí mismos usando los trucos más creativos que uno pueda imaginarse, para conectarse a las redes sociales, especialmente a Twitter.
La nueva avalancha informativa que sale de manos ciudadanas ha empujado también a los corresponsales extranjeros a abordar ciertos temas que hasta entonces evitaban. Tienen ahora mayor presión, una disyuntiva más imperiosa, entre preservar su lugar aquí a la espera de ese gran reportaje del cambio o contar lo que sucede a riesgo de que los echen del país. Están atrapados ante el dilema de atreverse a relatar la realidad o ver cómo los «advenedizos» de la información logran desde un teléfono celular describirle al mundo lo que ocurre.
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