La letra con vocación entra
Madrid. – Son cosas de Twitter. Por medio de un mensaje de 140 caracteres, un día volví a tener noticias de mi maestra de primaria en los remotos tiempos de la desaparecida EGB. Su hijo, un joven y prometedor periodista, se había cruzado conmigo en el universo de los breves Tuits. Yo, por supuesto, recordaba a su madre. Lo que fue para mí una grata sorpresa es que ella no me había olvidado a pesar de los cuarenta años que habían transcurrido. Con su hijo haciendo de emisario internáutico, quedamos en vernos una mañana de domingo.
Llegó el día acordado y de camino al café donde nos encontraríamos rebobiné la película de aquel pasado en el que la Señorita Carmina jugó un papel fundamental. Era 1970 y yo era la niña extranjera recién llegada a Madrid. Con diez años, mi nivel era inferior a aquel enjambre de chiquillas que en el patio del colegio de monjas jugaban como remolinos.
¿Sería capaz de adaptarme a un ambiente que se me antojaba extraño cuando, en verdad, la exótica y distinta era yo en una lista de nombres en la que abundaban las María José y las Carmen? Las piernas me temblaban a principios de curso, cuando mi padre me dejaba frente al imponente portón de hierro antes de que sonara la campana.
Sin embargo, todos mis miedos y aprensiones se diluyeron en la luminosa aula donde cada mañana aparecía la Señorita Carmina. Con ella aprendí a dividir al modo europeo y con ella escribíamos a diario dictados con los que muy pronto mejoré notablemente mi caligrafía y ortografía. En un rincón de la clase disponíamos de una biblioteca de la que cada semana seleccionábamos un libro para luego escribir una redacción y comentarlo en grupo. Así fue cómo me aficioné a la obra de Carmen Kurtz, de Enid Blyton, de Richmal Crompton. Con ella leímos Los tres mosqueteros, Las aventuras de Tom Sawyer o La cabaña del Tío Tom.
La Señorita Carmina sabía dosificar sabiamente la dulzura con el rigor. Su voz, que era grave, imponía respeto, pero sus gestos y su disposición eran la certeza de que estaba allí para instruirnos con el amor de una maestra capaz de ahuyentar la machadiana “monotonía de la lluvia en los cristales”. Gracias a ella –y a las incursiones que hacía con mis padres a las librerías en busca de la colección amarilla de clásicos juveniles de Bruguera, las aventuras de Óscar y la oca Kina o las travesuras de Guillermo Brown– la fiebre por la literatura se convirtió en querencia crónica.
Todo eso pensaba mientras me encaminaba al reencuentro con mi profesora. La Señorita Carmina y sus faldas plisadas. El paso firme con sus zapatos de tacón bajo. La niña extranjera que todavía empleaba “brincar” por “saltar” a la hora de jugar a la comba. Todos los temores vencidos cuando las otras niñas, magnánimas, perdonaron el estilo foráneo y un nombre de pila más de telenovela que de santoral. La asimilación consagrada, al fin, cuando la chica del seseo y con poca facilidad para las zetas, se sumó a la costumbre de merendar pan con chocolate. Lo nunca visto de donde venía. “Mis amigas llevan una chocolatina Nestlé en una barrita de pan y yo quiero lo mismo”, le dije una tarde a mi madre en mi afán por ser como las demás. Poco a poco descubrimos los rituales de la merienda española.
¿Cómo iba a olvidar a tan extraordinaria profesora? Pero cuando nos saludamos no pude evitar sorpresa al verla tan poco cambiada. Tan parecida a la que siempre fue. Tan profunda su voz. Tan intacta su prodigiosa memoria. Y poco después, tomando un café en una calurosa mañana de domingo, el “decíamos ayer” discurrió como si nunca hubiésemos salido de aquella acogedora aula. Los almohadones de la niñez antes del salto libre a la adolescencia.
En la conversación hubo ocasión para la risa por el incordio de aquellas matemáticas de conjuntos que la Señorita Carmina nos enseñó con paciencia proverbial. Unos conceptos que luego desaparecieron discretamente del currículo porque alguien comprendió la futilidad del conjunto vacío en unas mentes que todavía no conocían el vértigo de la nada existencial. En un momento de nuestra animada charla, mi antigua profesora mencionó la letra endemoniada que tenía cuando llegué al colegio: “Si mal no recuerdo”, dijo, “eres zurda”. A pesar del tiempo transcurrido y del infinito tropel de niñas que habían pasado por su clase antes de jubilarse, recordaba que tengo el distintivo de ser zurda, algo que los estudios señalan como una particularidad que no se hereda. Un rasgo sospechoso que en otros tiempos bastaba para acabar en la hoguera de las inquisiciones.
Nos despedimos con el mismo cariño que cuando nos dejamos de ver hace años. Tampoco en esta ocasión le dije a la Señorita Carmina lo importante que había sido en mi vida. Ella lo sabe de sobra.
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- 23 de julio, 2015
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