Argentina: La manipulación constitucional
El Imparcial, Madrid
Más allá de los méritos que cabe atribuir a la reforma constitucional de 1994, quienes guardamos fresco el recuerdo de aquellos días en que la labor de los convencionales acaparaba la atención de los medios sabemos bien que la intención subyacente de ese proceso, cuando menos por parte del oficialismo, era garantizar la continuidad en el poder del entonces presidente Carlos Menem (entregado hoy, quién lo diría, en cuerpo y alma al kirchnerismo).
En efecto, la Constitución argentina de 1853 establecía en su artículo 74 que el presidente y el vicepresidente duran “en sus empleos” seis años, no pudiendo ser reelectos “sino con intervalo de un período”. Por su parte, el artículo 90 de la Constitución vigente, sancionada en 1994, establece: “El Presidente y vicepresidente duran en sus funciones el término de cuatro años y podrán ser reelegidos o sucederse recíprocamente por un solo período consecutivo. Si han sido reelectos, o se han sucedido recíprocamente, no pueden ser elegidos para ninguno de ambos cargos, sino con el intervalo de un período”.
Se trató de una solución híbrida, toda vez que mezclaba componentes de nuestra constitución histórica con otros procedentes de la constitución norteamericana (1787), específicamente del artículo que dice que el presidente “desempeñará sus funciones por un término de cuatro años”, y de la vigésimo segunda enmienda (1947), según la cual ninguna persona “podrá ser elegida para el cargo de Presidente más de dos veces”. El carácter “híbrido” aludido se advierte al comprobar que la constitución de 1994 adoptó el criterio de los cuatro años con reelección (como el texto norteamericano), pero con la posibilidad de que una misma persona resulte nuevamente electa si, transcurridos ocho años de gobierno, les sucediera un intervalo de cuatro. En aquel agosto de 1994 muchos sospechábamos que, debajo de este artilugio, se escondía la voluntad de Menem de perpetuarse, inclusive recurriendo a un delfín para cubrir un “intervalo” que abriera las puertas, eventualmente, a otros ocho años de gobierno.
Este breve relato de los hechos debe tenerse en cuenta a estas horas cuando se ha instalado en el ambiente la idea de otra reforma constitucional (aparentemente no “activada” por la propia Cristina) que, bajo el ropaje de un giro hacia un modelo más parlamentario, escondería la voluntad de habilitar una nueva reelección al término de los próximos cuatro años que Cristina tiene asegurados tras las elecciones del próximo 23 de octubre. (Cabe consignar que, en una entrevista reciente, Ernesto Laclau, verdadero gurú de los Kirchner, señalo que “la reelección indefinida es una fórmula más democrática en América Latina, porque una vez que alrededor de un cierto nombre se ha cristalizado todo un proceso de cambio, la posibilidad de modificar las cosas tiene que darse dentro de ese marco”. Por cierto que el famoso politólogo no se estaba refiriendo a la Argentina, según aclaró).
Ahora bien, para que todo ello ocurra existe un primer obstáculo a superar: el artículo 30 de la Constitución que determina que la necesidad de reforma “debe ser declarada por el Congreso con el voto de dos terceras partes, al menos, de sus miembros”. Algunos imploramos en silencio para que un segundo obstáculo se interponga en ese camino: una opinión pública dispuesta a salvar lo que le queda de dignidad.
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