El límite de la suba permanente del populismo argentino
Una de las características centrales del populismo es el incremento “artificial” de los salarios, por un tiempo.
Lo “artificial” de esta bonanza en los ingresos de los trabajadores surge del hecho de que, en promedio, los aumentos se producen muy por encima de las mejoras de productividad y escala. En un contexto adverso al acceso al capital, las empresas, una vez que llegan al máximo de su producción, ven amenazada su tasa de ganancia, dado que esos mayores costos laborales no pueden ser compensados con una baja sustancial de los costos del capital. Se incluye en éstos no sólo la tasa de interés, sino también la facilidad de acceso al mercado de capitales y el crédito, las discrecionales restricciones al comercio local e internacional, etc.
Frente a esta situación, las empresas que pueden empiezan a ajustar sus precios al alza, para defender su rentabilidad, y cuando estos aumentos de precios empiezan a descolocarlas frente a la competencia importada, las que venden en el mercado interno demandan mayor protección (cierre de las importaciones). O una devaluación, o reintegros impositivos, las que exportan. Y crédito barato, para compensar los aumentos de costos laborales, ambos sectores.
Como el cierre de la economía tiene un límite (más ahora con las regulaciones globales, las represalias de los socios comerciales y, sobre todo, la internacionalización y especialización de la producción) y como crédito barato hay para pocos, porque la misma mecánica populista destruye el mercado de capitales y la oferta de ahorro en moneda local (porque la tasa es negativa, para incentivar el consumo), tarde o temprano llega el ajuste devaluatorio y los salarios, en dólares, vuelven, lamentablemente, a la “normalidad”.
Es esta “intuición” la que ha llevado a la compra de dólares por parte del público, que es consciente de que un aumento de costos del 20%-25% anual, contra ajustes cambiarios del 5%-10%, resulta a la larga insostenible en el escenario descripto.
Sin embargo, este escenario “artificial” podría prolongarse más de la cuenta, dado que estamos frente a un mundo con un dólar que se ha devaluado, de monedas emergentes apreciadas y de buenos precios de las commodities, lo que modera la pérdida de competitividad local.
Y las reservas del Banco Central lucen suficientemente elevadas como para administrar la demanda de divisas sin saltos bruscos del tipo de cambio. En especial, si se intenta algún acuerdo de precios y salarios, post elecciones. Hay que entender que lo que se necesita es un cambio de precios relativos y no, simplemente, que todo suba a menor ritmo, de allí que el “acuerdo”, como está pensado, sirve sólo para moderar el problema, pero no lo revierte.
Un ejemplo de lo que significa costos laborales altos y costos del capital elevados:
¿Nunca se ha preguntado cuál es la ventaja competitiva de un ciudadano chino para poner un supermercado en Buenos Aires (se abren veinte por mes), frente a un almacenero argentino, que desapareció?
A simple vista, no hay explicación. Un chino no conoce el idioma, no conoce el país, no conoce el mercado, no conoce los productos.
Sin embargo, una mirada más profunda nos da las pistas.
En primer lugar, el supermercadista chino no está solo, ni aislado, se inserta en una “red” en un modelo probado por sus connacionales y antecesores, al estilo de las “franquicias” occidentales. Pero esto, que es importante, no es lo central. Los almaceneros argentinos también pudieron haber armado una red de franquicias o de compras comunitarias, etc.
El segundo diferencial es que los chinos tienen una espectacular tasa de ahorro, que les permite acumular capital y financiarse, sin necesidad de recurrir al sistema bancario. (No necesitan acceso al crédito y tienen bajos costos de capital.) El tercer diferencial es que trabaja toda la familia, sin horario.
Es decir, eluden los elevados costos laborales e impositivos y lo complementan con gran productividad.
Es decir, al contrario de los locales, tienen bajos costos laborales y bajos costos de capital.
Cuando le conté esto a mi hija menor (Mariana, 13 años), me hizo una reflexión que es el corolario natural de este panorama: “Por eso los argentinos no tienen autoservicios, tienen kioscos”.
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