La miseria de algunas indignaciones
Pero hoy todas esas personas quieren hacerse oír y, por desgracia, en algunos casos, solo nos hacen sentir su imbecilidad. – Umberto Eco
No hay obra humana que sea perfecta. Ninguna cumbre alcanzada por los individuos se debe juzgar insuperable. Es difícil aceptarlo cuando uno ha leído a Borges, contemplado las creaciones de Miguel Ángel o escuchado al virtuoso Wagner; sin embargo, no cabe rebatir esa premisa. En este sentido, aunque resulte fastidioso, todo puede ser objeto de crítica. Naturalmente, los cuestionamientos son mayores cuando se trata de temas que, aun sin nuestro consentimiento, nos afectan. Esto es lo que sucede con la política, volviendo factible cualquier reclamo formulado en ese ámbito. Es que allí no existe nada inmutable, sacrosanto, eterno. Habiendo sido forjadas para permitir el desarrollo de los sujetos, sus instituciones admiten transformaciones. Gracias a estos avatares, en general, la convivencia mejora. Considerando sus secuelas, beneficiosas para casi todos, sería irracional oponerse a las protestas de los ciudadanos.
El valor de protestar es inobjetable, pero no conviene ejercer ese derecho sin fundamento alguno. Una omisión como ésta es perniciosa. No pido que se preparen tesis doctorales para respaldar las quejas; demando únicamente argumentos susceptibles de ser analizados por la razón. Señalo esto porque, aun cuando parezca elemental, el asunto es despreciado en diversas partes del planeta. La regla impuesta por contemporáneos es que no interesan los motivos, sino las expresiones de disgusto. Así, numerosos hombres pueden coincidir en el deseo de airear su furia, por lo que, aunque no hayan examinado las raíces y fines del encuentro, se reunirán para saciar ese anhelo. Es imprescindible discutir acerca de lo que desencadena esa movilización. La legitimidad de una causa se construye a partir del convencimiento que haya generado entre sus promotores.
No es suficiente manifestar que uno está indignado y, bomba molotov en mano, exigir la supresión del sistema. El hecho de quedarse sin trabajo no justifica una resistencia infundada. La cesantía nunca impidió el desarrollo del pensamiento; es más, experimentar sus efectos sirve a fin de discurrir sobre las causas que los producen, intentando hallar soluciones. Para liquidar un problema, no basta con identificarlo, ya que se precisa también pensar en cómo resolverlo. Es un ejercicio que nos orienta mientras afrontamos la tarea de mejorar nuestra situación. Una simple pulverización del orden no asegura el acceso al nirvana. Las ideas merecen respeto. Los debates son provechosos, puesto que exponen cuál es el trayecto a seguir. En suma, esa expresión pública de hastío no debe responder a ningún capricho.
Con todo, estimo posible indicar unos cuantos puntos que, alrededor del globo, son utilizados para practicar la moda de indignarse. Por ejemplo, como hay crisis económica e ignorancia, condenar el capitalismo se ha vuelto corriente. Pocos son los que, derrumbando mitos ligados a la planificación, defienden planteos del ideario liberal. Pese a esto, conjeturar que los padecimientos se originan en sus reglas es una majadería: las alternativas trabajadas el siglo XX engendraron genocidios, campos de concentración y hambrunas. No tiene importancia que, repitiendo consignas del pasado, desempleados europeos o estudiantes de alma comunista lo nieguen. He visto banderas con la imagen del asesino apellidado Guevara que bastarían para desnudar lo infame de su cometido. Ellos continuarán con las rabietas, alentando levantamientos antojadizos, mas no me persuadirán de que repute admirables tales actitudes.
El autor es escritor, político y abogado.
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