Chile: Fundamentalismo democrático
El fundamentalismo democrático existe y está entre nosotros. Tal como los fundamentalistas religiosos desfiguran la religión para servirse de ella y satisfacer sus objetivos, los fundamentalistas democráticos deforman los conceptos del gobierno representativo según su conveniencia, caricaturizándolos para justificar sus acciones y censurar, incluso de manera violenta, a los que no las comparten o las enfrentan.
El grupo que ocupó la sede del Senado en Santiago es un exponente químicamente puro de esta tendencia, que usa las garantías del sistema para actuar con agresividad y exigir reformas que promuevan su particular visión de la democracia.
Los fundamentalistas democráticos operan de una manera inconfundible: invocan sus derechos, pero no están dispuestos a respetar los de los demás; sus demandas no son negociables, pues se sienten dueños de una verdad revelada. Su mesianismo tiene base en que, al tocar una fibra muy sensible de la ciudadanía (como las demandas educacionales), piensan haberse convertido en representantes de la misma. "Somos el pueblo", dijo el presidente de la Feuc hace unas semanas. Eso les da una legitimidad que nadie debería resistir, porque, ¿no es la democracia el gobierno del pueblo y para el pueblo? Quien no acate el liderazgo iluminado de líderes que encarnan la voz popular actúa, por supuesto, contra la democracia.
Por eso, los fundamentalistas democráticos sólo aceptan un diálogo que se ubique a la altura de sus exigencias. Si ello no ocurre, estiman legítimo actuar por la fuerza. Las tomas y ocupaciones son la consecuencia natural de esta manera de razonar. Ante autoridades sordas, no queda más que recurrir a la violencia y al desorden. Los "excluidos" tienen carta blanca, entonces, para comportarse de una forma que al resto de los ciudadanos les está vedada. Vistos así, los miembros del grupo que ocupó la sede del Senado no son más que "indignados" en busca de un diálogo que la autoridad se resiste a entablar. Y la violencia es sólo una reacción válida ante unas condiciones injustas o la represión policial. Además, como en democracia somos todos iguales, los fundamentalistas no reconocen jerarquías. Tampoco instituciones ni leyes si éstas contravienen sus impulsos.
Mientras sea imposible persuadirlos, la única manera de enfrentarlos es aislarlos y dejarlos en evidencia ante una ciudadanía que se cansará de su intransigencia y volatilidad. Esta ya comienza a distinguir entre el acierto de los estudiantes al identificar y poner en discusión problemas reales que afectan a un grupo importante de la población, como son las dificultades de muchísimas familias por dar a sus hijos acceso y financiamiento a una educación de calidad, y el desacierto de promover sin cuartel soluciones irrealizables e ideologizadas para los mismos. También, empieza a perder la paciencia con las conductas violentas que a menudo acompañan la expresión de estas demandas.
Los fundamentalistas democráticos tuercen los argumentos de la democracia hasta hacerla difícilmente reconocible. Sus propuestas, pese a que ellos aseguran caminar a la vanguardia de la historia, tienen gusto añejo y conducen hacia un viejo conocido: el autoritarismo.
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